sábado, 10 de octubre de 2020

Disco Elysium - Du Bois Blues

Disco Elysium reinterpreta el sistema arquetípico de atributos en RPGs. Si otros juegos del género definen el avatar a través de unos pocos conceptos simples y generales (fuerza, destreza, inteligencia...), Disco Elysium lo hace a través de un cúmulo abundante de conceptos complejos y específicos (teatralidad, mundo interior, escalofríos, umbral de dolor, electroquímica...). El título plantea una representación más intelectual y compleja, menos física e inmediata, de las características que definen nuestra relación con el mundo que nos rodea. Más hacia dentro que hacia fuera, más de cara a cómo lo experimentamos que a cómo lo modificamos. Y para que esta vuelta de tuerca no quede en añadido superfluo, para llevar la complejidad e intelectualidad del sistema propuesto a la práctica, el juego da voz propia a cada una de las habilidades existentes. Literalmente.

A efectos prácticos, podemos decir que Disco Elysium convierte los stats en personajes. Sin presencia física, pero personajes al fin y al cabo. Pensad en la clásica representación de las distintas voces de nuestra cabeza en tantas caricaturas, esa típica escena en que ángel y demonio se aparecen para aconsejar al protagonista cuando este debe tomar una decisión moral, solo que en lugar de ángel y demonio imaginad, por ejemplo, razonamiento lógico, capacidad de manipulación y coordinación ojo-mano. En Disco Elysium, asignar más puntos a una habilidad significa, básicamente, darle más voz. Que el personaje de cálculo visual, o el de reacción o el de retórica, intervenga más. Y como la información proporcionada por cada voz es única, experimentaremos cada rincón y conversación del mundo matizados por qué habilidades (y cuánto de cada una) hayamos elegido para nuestro avatar, contradicciones inclusive.

De ahí que se haya hablado tanto de las posibilidades roleras del título y lo lejos que llegan, pero que no lleve esto a equívoco: no se trata solo de roleplay, sino de perspectiva. Esta pluralidad, por llamarlo de algún modo, impregna también el resto de áreas del juego. Toda clase de teorías políticas y filosofías de vida se manifiestan a través de los distintos personajes que pueblan Revachol, ciudad por la que deambulamos constantemente expuestos a ideas e inclinaciones dialogando y chocando. La corrupción, la rebeldía, la devoción e incluso constructos específicos como el comunismo o el moralismo son ideas que veremos representadas a través de NPCs. Disco Elysium es eso: una amalgama de formas de percibir, entender y afrontar el mundo coexistiendo. Su universo mezcla pasado y presente, lo científico y lo sobrenatural, narraciones detectivescas y divagaciones filosóficas. Sindicalismo y música disco. Y por él navegamos empapándonos de eso y del suspense de su caso policial, del misterio de sus leyes, del drama de las personas que en él habitan, de la tragicomedia que es el mundo a grandes rasgos y la memorabilidad de tantos momentos que en él surgen. No es solo cuestión de libertad de acción o cantidad de variables, sino de una óptica, una forma de ver y presentar el mundo.

Como consecuencia y coherentemente a esta aproximación intelectual al RPG, el juego es más texto y menos mecánicas. Movemos un avatar y tenemos una lista de tareas a realizar y equipamos ítems que dan +1 a esto o -1 a aquello, sí, pero por encima de todo leemos. El grueso del tiempo se pasa navegando cajas de texto, sin sistema de combate. Y esta decisión es crucial, porque funciona en beneficio de la pluralidad que tanto caracteriza la propuesta. En la mayoría de RPGs la violencia se lo come todo, incluso en aquellos cuyo objetivo primero es dar diversas herramientas al jugador para solucionar problemas. Ocurre que, desde el momento en que se diseña un sistema aparte para combatir y por numerosas que sean las alternativas y posibles soluciones, se está generando una brecha entre la violencia y todo aquello que no lo es. La pluralidad pasa a leerse en clave de dualidad. Normalmente, violencia-diálogo. Combatir-leer. Undertale. Pero Disco Elysium no es así. Existe violencia, por supuesto, pero esta opera bajo el mismo sistema que todo lo demás. Así, pegar un puñetazo está al mismo nivel que deducir un acertijo o contar una mentira o diseccionar un cadáver, desapareciendo el eterno binomio y experimentando el jugador toda acción desde el mismo prisma.

Hay otro detalle en Disco Elysium que destaca respecto a otros videojuegos del género. Pese a ser un título caracterizado por el enorme abanico de posibilidades roleras que ofrece, el devenir de los acontecimientos es, curiosamente, inmutable. A grandes rasgos, al menos. Otros RPGs del estilo ponen su empeño en generar múltiples decisiones cuyo efecto sea tan notorio, tan evidentemente resultado de nuestro hacer, que el jugador adquiera sensación de mundo a base de la reacción que causan sus acciones. El famoso "choice-consequence". Es una filosofía de diseño que funciona: el factor indeterminación como vehículo a que el mundo se sienta mundo. Si no podemos elegir, o si no hay efecto en nuestras decisiones, estamos ante algo determinado, algo ya escrito: una historia. Pero cuando podemos decidir y cambiar y mutar, en presente, entonces estamos ante un mundo, y la historia la escribimos nosotros con nuestros actos.

Solo que esta filosofía pasa por alto un matiz: que el mundo es más que nosotros. Más que nuestra acción en él. Y esto es algo que sabemos porque, pese a que la única percepción que tenemos del mismo es la propia, nuestra experiencia en él depende tanto o más de factores fuera de nuestro alcance que dentro. Disco Elysium está construido a conciencia con esta creencia en mente y no relega su sensación de mundo al "choice-consequence": ofrece una muy amplia libertad de acción y variedad de opciones y pequeños desenlaces, sí, pero manteniendo los sucesos clave o a gran escala imperturbables. Es una aproximación menos divertida desde un punto de vista lúdico, pues no podemos trastocar tanto nuestro alrededor, pero más real. Porque así funciona el mundo. Aunque la libertad es relativamente grande a la hora de pensar y actuar, la capacidad real de modificar el devenir de las cosas es reducida. Nada está por completo en nuestras manos.

Llegados a determinado punto del periplo, un acontecimiento decisivo es desencadenado sin previo aviso y sin que podamos hacer nada para remediarlo. A partir de ahí, el juego se precipitará hacia un desenlace que vendrá a romper con todo lo desarrollado hasta el momento. En una narración detectivesca (interpretamos a un agente de policía en la investigación de un homicidio) en que nos pasamos horas indagando y atando cabos, modificando nuestras sospechas y completándolas con nueva información, el culmen del caso resulta venir por cuenta ajena y no coincidir con nuestra línea de investigación. Vamos, el anticlímax de cualquier policíaco, un suicidio para la estructura de una intriga, pero también una constatación de la otredad del mundo y la inevitabilidad del devenir. En efecto: el mundo muy amplio y nosotros poca cosa. Vivimos a merced de nuestro entorno.

"Todo lo hecho y acontecido, para nada" puede pensar el jugador, descolocado. Pero no ha sido para nada, nos ha valido a nosotros (o a nuestro personaje). Es lo que dije en el primer párrafo: en Disco Elysium, nuestra relación con el mundo se define más por la forma de percibir y afrontar el entorno que por la reacción del mismo a nuestros actos. El cambio es interior, no exterior. Al final, el juego va más de experimentar y reflexionar y cambiar uno mismo que de modificar el resto. Claro que el prota es amnésico, el asunto aquí es hacer tábula rasa y reconducir el pensamiento, la vida propia.

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A pesar de lo conseguido a nivel worldbuilding, Disco Elysium no está exento de pifias, una de las cuales no puedo dejar de mencionar. Cuando navegamos a través de diálogos y cajas de texto, que es casi todo el tiempo de juego, y eso son decenas de horas, es inevitable toparse con gran cantidad de charla e información que no interesa. Pues nada, de lo que no interesa no preguntamos, ¿no? El problema es que el título incentiva el desglose de todas las posibles opciones de diálogo, lo que empuja al jugador a leer por leer o, en el peor de los casos, pasar por encima de montones de párrafos sin hacerlo con tal de obtener beneficio o no obviar posibles caminos.

Pasa que adquirimos puntos de experiencia no solo resolviendo conversaciones, sino accediendo a determinados diálogos. Esto, unido a la posibilidad de repetir conversaciones eligiendo opciones opuestas, incentiva una lectura completista, de agotarlo todo en lugar de escoger lo que creemos mejor o nos interesa más. Por suerte, hay determinadas conversaciones en que decir esto o aquello puede resultar perjudicial o cerrar caminos, lo que hubiese supuesto parte de la solución si no fuesen minoría o con perjuicios de escaso calado. De tener que elegir más a menudo y con más cuidado, sin beneficio por información obtenida, el jugador no sentiría la urgencia de activar toda conversación posible y la lectura sería más inmersiva. En cualquier caso, esta pega formal no ensombrece los hallazgos de Disco Elysium, seguramente uno de los mejores RPGs que veremos en mucho tiempo.

sábado, 20 de junio de 2020

The Legend of Zelda: Ocarina of Time - Comfort Quest

Hay dos momentos clave en Ocarina of Time: el primer encontronazo con un Stalfos, en el templo del bosque, y caernos por un agujero invisible en el pozo de Kakariko. No la muerte del Gran Árbol Deku ni nuestro primer viaje en el tiempo ni aparición alguna de las que hace Sheik. Tampoco el triste y épico desenlace, con su agridulce secuencia de créditos. Ni siquiera la transición del bosque Kokiri a la campiña de Hyrule, que es lo que más se acerca. No. Estos dos momentos son los más reveladores porque encapsulan, en lo que consiguen, las posibilidades sin eclosionar del revolucionario juego de Nintendo.

El primer encuentro con un Stalfos por la sensación de amenaza que produce. Tras numerosos bichos de todo tipo que despachar de dos golpes o sobre los que ejecutar el patrón de turno (una araña gigante a la que golpear cuando se da la vuelta, un deku al que devolver sus escupitajos con el escudo, etc.), he aquí un enemigo a tu medida. Con espada y escudo, que se cubre, que nos rodea, que ataca saltando para romper la guardia. Olvidad patrones a repetir y debilidades a explotar con objetos; estos esqueletos no son puzzles ni molestias, son adversarios. Tener uno delante significa un enfrentamiento, un combate de tú a tú. Peligro real. Y es esa tensión que genera el encuentro lo que brilla por su ausencia durante el resto del juego. No se siente uno intimidado con los otros monstruos, no se prepara y se concentra al verse ante ellos. ¿No era eso parte de la aventura, de la búsqueda del héroe? El peligro, el hacer frente a amenazas que te pongan a prueba. Los Stalfos ni siquiera son gran cosa, basta una mínima comprensión de las mecánicas para derrotarlos con facilidad y nos sobran recursos para asegurar la victoria incluso con un mal desempeño, pero la realidad del efecto que produce tenerlos delante contrasta tanto con la indiferencia que causa cualquier otro enemigo que uno no puede evitar notar la diferencia, y tal vez preguntarse qué pasaría si estas situaciones se diesen con el resto del bestiario, durante todo el periplo.

Y caernos por un agujero en el pozo de Kakariko porque hace patente de golpe una carencia de las mazmorras: las trampas. Las que son inesperadas, quiero decir. Y, por extensión, la cualidad de lo oculto. Ese primer agujero de unos cuantos con falso suelo en el interior del pozo nos revela otra capa del lugar: no todo es lo que parece y ya no podemos fiarnos tan solo de lo que vemos. A partir de esa caída, todo suelo es potencialmente una trampa y toda pared un pasadizo oculto. En Ocarina of Time, las mazmorras se componen de una sucesión de ejercicios divididos en salas, e ir resolviéndolos es lo que nos permite avanzar. De adultos, la implementación de llaves añade un componente de orientación a la ecuación (tenemos que buscarlas, revisar bien cada sala de los templos), pero poco más. El pozo de Kakariko, por contraparte, no basa su navegación en la resolución de ejercicios, sino en la ocultación. Es un espacio repleto de trampas y secretos en que no existe un camino lógico a seguir. El jugador lo recorre explorando más que resolviendo: encuentra cofres que no obsequian con gran cosa, cae en trampas constantemente, descubre salas escondidas tras paredes falsas y se topa con callejones sin salida. Uno puede terminar la mazmorra habiendo cumplido su objetivo con llaves sin usar y salas sin visitar. En las demás mazmorras cada espacio parece construido con el propósito de ser resuelto, cada sala está ahí para permitirnos avanzar a la siguiente. El pozo, en cambio, no es una sucesión de pruebas recubiertas de ambientación x (fuego, hielo, etc.), sino un lugar. Un sitio, un entorno al que adaptarse. Cuando uno piensa en adentrarse en una mazmorra, ¿qué se le viene a la cabeza? ¿Acertijos ambientales en línea o trampas, secretos y pasadizos ocultos? ¿Espacios construidos para ser resueltos o lugares peligrosos que explorar con cautela?

Lo conseguido en estos momentos del juego tendría que ser la norma, pero es la excepción en Ocarina of Time. Durante el resto del periplo, todo enemigo es poco más que un contratiempo y toda mazmorra apenas un mejunje de ejercicios y pequeños retos con algo de intríngulis arquitectónica (y menos mal). Mueves unos cuantos bloques como se supone que debes hacerlo, activas interruptores, recolectas rupias plateadas, saltas por un par de plataformas y usas el ítem de turno de esta o aquella manera para el que las salas de pruebas están diseñadas. Ni siquiera es mal diseño en un sentido tradicional. Simplemente es insulso, no genera efecto alguno en el jugador y no le introduce en el mundo. Los retos planteados son en realidad tareas, excusas de progresión. La forma que tienen los diseñadores de mantenerte haciendo algo mientras avanzas, para que no sea solo caminar y mirar. El problema es que toda esa parafernalia inmensa que han puesto ahí no supone una mejoría respecto a caminar y mirar. Quizá cumpla como pasatiempo, porque te ocupa y porque siempre estás haciendo algo, pero no como vehículo a sumergirte en la experiencia o a comunicar nada. Aquel encuentro con el Stalfos, en cambio... Aquello prometía peligro, prometía enfrentamientos en que apretar los dientes, en que pensar no en cuál será la solución a este bicho sino en la mejor táctica para aproximar el combate y no morir. Y el pozo prometía lugares en que explorar y sorprenderse, donde el solo hecho de navegar fuera cuestión minuciosa: mirar bien por dónde voy, no dar un paso en falso y revisar cada esquina.

Cabe aclarar que no todos nuestros enfrentamientos aparte de los Stalfos son anodinos ni todo mazmorreo fuera del pozo insulso. Los wallmaster, que se dividen en crías con la capacidad de volver a crecer, pueden poner a uno de los nervios, y la fortaleza Gerudo también se siente un espacio a navegar por encima de un cúmulo de ejercicios a resolver gracias a su arquitectura (de edificios cuasi idénticos con entradas y salidas a distintas alturas, desorientando al jugador) y sus guardias (que nos envían a la casilla de salida tan pronto entramos en su línea de visión, lo que nos hace ir con el culo prieto y da relevancia a los encuentros). Pero estos ejemplos son excepciones en un título cuya navegación es de base insípida. El videojuego está sobrediseñado: hacemos demasiadas cosas, pero esas cosas significan muy poco. Ocarina of Time pretende ser aventura mediante una filosofía de confort, y eso es imposible. Aventura y confort son opuestos, y mezclarlos resulta en contradicción. Una aventura domesticada no es una aventura, es un oxímoron.

Por fortuna, Ocarina of Time llega a brillar un poquito más fuera de sus calabozos, aunque ello sea insuficiente para salvarse. Cuando uno sale a la campiña de Hyrule por primera vez, la panorámica de una extensa pradera abriéndose hasta el horizonte promete un mundo fantástico lleno de sorpresas. Y quieres descubrirlo, acercarte a la sensación de estar ahí. Pero, entonces, una roca. Una valla, un símbolo de la Trifuerza. No puedes ir aquí a menos que: toques esta canción, lleves tal mensaje, coloques una bomba, traigas un pez embotellado. El mundo, que al principio se presenta abierto ante ti, tarda poco en cerrarte sus puertas. Para abrirlas, habrá que hacer recados o disponer de ciertas llaves. Este Hyrule no se libra del sobrediseño de sus mazmorras. ¿Qué nos queda, entonces? Tocar notas musicales mágicas, mover tumbas para descubrir pasajes ocultos, encontrar un escondrijo tras una cascada, viajar en el tiempo, los secretos y curiosidades esparcidos por el mundo en general y la mezcla de melodías y épica narrativa que ya todos conocemos. Las localizaciones, los NPCs, la atmósfera y el encanto dragonquestero de todo. Detalles, más que nada. La clase de cosas que uno recuerda con nostalgia pero que son incapaces de sostener un videojuego. Porque, claro, montar a caballo en 3D, andar por la llanura mientras vemos el sol ponerse o el sistema de Z-targeting, entre otras innovaciones de la época, son bondades ya sepultadas por el paso del tiempo y el progreso tecnológico, que nos ha acostumbrado a lo mismo pero mejor hasta en el juego menos pintado.

Es cierto que, en videojuegos de exploración y descubrimiento, una vez desvelados sus secretos la experiencia queda dañada para siempre. Volver a ellos no nos impide apreciar sus bondades, pero sí experimentar la sensación de misterio y asombro que tanto buscan (y que suele ser lo que nos encandila la primera vez). Yo he jugado Ocarina of Time muchas veces desde que cambiase mi vida allá a finales de los 90, cuando tenía apenas nueve años. Sé que el juego, bajo mi criterio actual, no iba a provocarme arrebato alguno aunque volviese a jugarlo por primera vez, pero me pregunto, si eso fuese posible, hasta qué punto lo consideraría mejor juego de lo que ahora mismo lo considero.


sábado, 25 de abril de 2020

Frostpunk - Pragmatismo culpable

Frostpunk es un videojuego muy vinculado a This War of Mine. En cierto sentido, son dos caras de la misma moneda. Tanto uno como otro son videojuegos de supervivencia basados en la gestión de tiempo y recursos con un importante énfasis en la toma de decisiones morales difíciles. Los dos nos sitúan en un escenario catastrófico, funcionan por días (con diferencia entre día y noche), carecen de antagonistas a derrotar, giran alrededor de una narración relativamente concreta y, bueno, están diseñados por el mismo estudio, que también había que decirlo. Si en This War of Mine el mayor obstáculo a nuestra supervivencia era la llegada del invierno, Frostpunk hace de su invierno apocalíptico el enemigo principal. Pero mientras en This War of Mine encarnábamos a unas pocas personas, refugiados víctimas de la guerra en su particular encierro (saliendo a buscar comida y provisiones, cocinando y armando sus propios utensilios), Frostpunk opera como un título de estrategia tradicional: incorpóreos, en perspectiva cenital, manejamos unidades y construimos edificios y aprobamos leyes.

Frostpunk viene diseñado de arriba a abajo como una experiencia de principio y final establecidos en el tiempo. Como resultado, los tempos del juego están lo bastante pautados como para que siempre haya un nuevo giro o imprevisto que llegue justo en el momento (menos) adecuado. Que haya poco tiempo para respirar, que no nos acomodemos, que siempre debamos sacrificar algún plan. Comenzaremos a prosperar, se presentará un nuevo obstáculo, y si sobrevivimos a él vendrá otro más. Y lo hará justo cuando parezca que la cosa empieza a encauzarse.

Su estructura por días es clave a la hora de lograr este efecto: uno no lo sabe, pero el día X ocurrirá tal cosa, el día Y otra y el día Z otra. Tener el tiempo estructurado otorga mayor precisión a los desarrolladores, que conocen los límites de lo que podemos o no conseguir llegados a tal o cual punto del juego y saben así cuándo lanzarnos la siguiente bola curva. Además, en un mundo recién azotado por una catástrofe, donde la narrativa nos sitúa desinformados e incomunicados, cada día que pasa cuenta porque cada día que pasa pueden llegar o no buenas o malas noticias y nosotros, aislados del resto del mundo, poco podemos hacer más que aguantar y tener esperanzas. Esto da lugar a uno de los mejores elementos del juego, las patrullas de expedición, que consisten en asignar a unos pocos la arriesgada tarea de "salir al exterior", de aventurarse allá afuera en busca de algo, lo que sea. Cuando mandamos trabajadores a viajar durante días se siente casi como lanzarnos a lo desconocido, y nos intriga lo que podemos encontrar y qué noticias implicará. ¿Cómo estará todo allá afuera? ¿Descubriremos algo más sobre esta catástrofe? ¿Existe solución? ¿Encontraremos supervivientes? ¿Algún lugar al que emigrar? En esta situación de incertidumbre y desinformación toda noticia es un premio, por lo que la expectación que generan en nosotros las expediciones que enviamos es muy alta.

Pero ni esa gota de ilusión se nos permite. Ante las noticias que traen una y otra vez las expediciones, siempre malas y cada vez peores, el desasosiego ante el futuro por venir aumenta y las esperanzas que al principio poníamos en ellas se desvanecen. Nos preguntamos si en un mundo así, bajo esas condiciones extremas, valdría la pena seguir luchando por la vida, y de rebote cae el pensamiento de si no será este uno de los primeros videojuegos que existan como consecuencia del cambio climático, lo que hace más real el desasosiego. Frostpunk es un título que pesa, desalienta. Es deprimente y descorazonador, más oscuro aún que su predecesor, un videojuego sobre las víctimas inocentes de la guerra.

Esta es la parte que funciona del título, la asociada a su puesta en escena y empleo del tiempo. Pero Frostpunk tiene otras ambiciones. Frostpunk es un videojuego de reconstruir una sociedad, uno en que, por la razón que sea, en este caso una catástrofe, queda en nuestras manos darle un nuevo rumbo. Y esa sociedad es para las personas, no para vencer ni conquistar nada ni a nadie. Aquí es donde entra la acusada faceta moral que tanto lo emparenta a This War of Mine.

El juego parte de un supuesto, y es que el jugador se regirá por un código moral o que, en su defecto, le dolerá renunciar a él. Pero no sucede así. A diferencia de This War of Mine, donde nos poníamos en la piel de unos refugiados, desde dentro y viéndoles las caras, conociéndoles (su forma de ser, sus vicios, sus vidas antes de la guerra), en Frostpunk somos un líder, a efectos prácticos un ente omnipotente que gestiona vidas y cuyo objetivo consiste en hacer prosperar la ciudad para que la población pueda sobrevivir. Miramos desde arriba y no de frente, estamos fuera y no dentro. Esto hace difícil ponernos en la piel de nadie y nos abstrae hasta tal punto de la vida de la gente, de ver a las personas como individuos, que nuestra empatía no se da y terminamos gestionando personas de manera no muy distinta a como gestionamos carbón o acero. Es más, la gente aquí es una molestia. Dos barras de las que nuestra victoria depende, Descontento y Esperanza, intentan que demos más importancia al estado de las personas, pero el resultado es que lo que importa son las barras per se y lo llenas o vacías que están, no la gente, que se vuelve un obstáculo a nuestro control de las mismas.

La cuestión es que si instauro un dogma religioso para acallar gente problemática a las primeras de cambio, me deshago de enfermos terminales y alimento mal a la población para ahorrar suministros sin pestañear, o no me lo pienso dos veces a la hora de legalizar la explotación infantil en pos de mayor rendimiento, la asunción del juego de que mi brújula moral ejercerá peso sobre mis decisiones, y que traicionarla provocará remordimientos en mi conciencia, es errada. Si un mundo plantea a las personas como recursos, estas se vuelven números y el pragmatismo pasa a ser no ya la forma más sencilla de ganar, sino el modo de ver. Es lo que ocurre en esta clase de juegos: el pragmatismo más extremo se convierte en el modus operandi por defecto.

Lo que Frostpunk busca es poner sobre la mesa el factor idealista, que viene a ser el yang del yin que es el proceder pragmático. Pragmatismo versus idealismo, de toda la vida. Ahí radica el interés de la política, al fin y al cabo: la dificultad de mantener los ideales intactos, la imposibilidad de beneficiar a todos y la realidad de que actuar implica siempre daños y perjuicios. Pasarte tus principios por el forro es la vía fácil; ser rectos lo difícil, lo sacrificado. En la vida no nos pasamos nuestros principios por el forro tan fácilmente porque nos importa. Estamos nosotros, que sentimos y padecemos, y están los demás, que nos afectan. Nosotros dependemos, ellos dependen. Y no tenemos otra cosa. Pero los videojuegos no son la vida. Son simulaciones, realidades virtuales alternativas. En un videojuego, para que el jugador elija regirse por sus principios pese a las adversidades has de propiciarlo, has de conseguir que en la balanza pese tanto el apego sentimental como el deseo de vencer, condición que en Frostpunk no llega a darse por la distancia desde la que percibimos las vidas humanas que manejamos. Que el título dé nombre y apellidos a todas las personas no es sino la demostración del fracaso de esta empresa, un intento a todas luces insuficiente por hacer que no las veamos como números. Pero lo hacemos, de modo que los dilemas no se producen y terminamos actuando por mera conveniencia, sin oponer resistencia ideológica al pragmatismo más voraz, que ejerceremos sin arrepentimiento tan pronto la necesidad apriete. La premisa, una catástrofe climática que amenaza la supervivencia de la raza humana, lo pone todavía más difícil: ante una situación límite justificamos la inmoralidad con mayor facilidad.

Cuando, una vez terminada la campaña con éxito, el juego nos pregunta explícitamente si compensa lo sacrificado, si merece la pena la supervivencia de la (¿reprochable?) sociedad que hemos levantado, no puedo evitar cierta lástima. Ahí están. Las intenciones de los desarrolladores al descubierto, ensanchando la distancia entre la experiencia pretendida y la obtenida. En la cabeza del jugador, dos cosas: cómo se supone que debe sentirse (culpable por las decisiones tomadas, pensativo acerca de los límites éticos de nuestra lucha por la supervivencia), y cómo se siente en realidad ("por fin pasó la tormenta").


domingo, 19 de abril de 2020

Cómo valorar un videojuego

Pongamos que habéis jugado todos los FIFA y os preguntan cuál de ellos es mejor. ¿Qué respondéis? Tal vez el más reciente, que es el más avanzado hasta la fecha, aunque sea por puro número de opciones o músculo tecnológico respecto a los anteriores. Quizá optéis por el más redondo, sea por refinamiento o menor número de pifias. Puede que el último que dio algún tipo de salto respecto a los anteriores, incluso si se han seguido puliendo sus aristas en entregas posteriores. O no, a lo mejor el original, por instaurar la fórmula y ser pionero.

La cuestión: no existe un criterio único para valorar videojuegos. Qué sorpresa, ¿verdad? Algunos ejemplos: influencia, originalidad, balance. ¿Más? Ok, añadamos factor tiempo: ¿es mejor el videojuego que impacta fuertemente, aunque envejezca al ser superado, o el que no causa gran impresión pero es igual o más apreciado veinte años después? ¿Es Call of Duty: Advanced Warfare superior o inferior a GoldenEye 007? Salto adelante versus perennidad, balance versus sublimidad. Cuanto más ahonda uno, más complicado se vuelve. ¿Nos quedamos con el juego que inventó pero no funcionó del todo o con el que copió para convertirse en un éxito e inspirar a más creadores? Maldita sea, así no es tan fácil establecer un criterio en base al cual valorar coherentemente todos los videojuegos que jugamos.

La cuestión 2: no solo no existe un criterio único, sino que, de los muchos posibles, no podemos elegir uno en el que basarnos e ignorar el resto. Bueno, sí podemos, pero las personas no funcionamos así. Las personas empleamos distintos criterios al mismo tiempo. Criterios sujetos a (o determinados por) los límites de nuestra experiencia. O sea, que los criterios (universales) determinan el criterio (personal). El criterio es un conjunto de criterios.

Vale, se vuelve un pelín farragoso el asunto, pero si somos ordenados seguro que podemos simplificarlo. Pongamos un ejemplo, venga. Desglosemos un criterio. A Avelino, que tiende a valorar mucho la originalidad y poco la influencia, le vamos a ordenar sus criterios así:

1. Originalidad.
2. Innovación.
3. Coherencia.
4. Belleza.
5. Influencia.

No sé por qué, pero me acabo de acordar de la puntuación final de algunas webs de videojuegos. Pero bueno, parece que a pesar de lo complejo del asunto de la valoración, identificando los distintos criterios empleados por Avelino, y la importancia que adquiere para él cada uno, somos capaces de sistematizar su criterio. No un criterio universal que determine los mejores videojuegos, porque a saber cómo demonios haríamos eso, pero al menos el sistema de reglas por el que se rige el suyo particular. En teoría, entonces, cualquiera podría llegar a las mismas conclusiones si emplease ese criterio, e incluso existiría la posibilidad del consenso siempre y cuando nos ciñésemos al sistema en cuestión. Lo malo es que Avelino me ha dicho que Shinobi, un clon de Rolling Thunder, le parece superior a Rolling Thunder, y que el tercer Tony Hawk, secuela de secuela que no añade gran cosa a la fórmula, es mejor que los dos anteriores. Ups, no encaja. Su criterio no se corresponde con estas dos afirmaciones. Deben ser contradicciones.

Pero no lo son, porque Avelino se ha regido por la verdad inexorable de su experiencia. Contradecirse sería experimentar una cosa y opinar otra. El pseudocriterio que hemos pseudodeducido es una simplificación imprecisa de la sofisticación del gusto estético. De un gusto estético. Un sistema fruto de querer poner orden en la complejidad de la experiencia, o del arte, o de ambas. Pero la realidad de la experiencia viene primero, el sistema después. No puede uno achacarle a Avelino hipocresía por no ajustar la realidad que él experimenta a una estimación de su complejidad hecha a posteriori. ¿Existe, pues, verdad en estas ideas? ¿En todo este rollo de belleza y sublimidad y balance y etcéteras? Sí, pero esta no es absoluta. Las ideas son aproximaciones, no máximas. Por tanto, Avelino no se contradice; nuestros sistemas son falibles. La cuestión (3) es que los factores que determinan el criterio no funcionan por separado, y la mezcla de ellos, por sólida que aspire a ser, no es inmutable. Dicho de otro modo: cada uno de los factores no pesa igual en cada una de las experiencias.

Entonces, ¿qué hacemos? ¿Cómo ponemos orden en el caos de nuestra percepción? Si le preguntásemos a Avelino, él diría que este es un dilema que lleva años rondando su cabeza, y que la conclusión a la que ha llegado (aunque de conclusión tiene poco, pues la duda persiste) está en un factor subjetivísimo determinante: el placer. El placer es el criterio estético definitivo, aquel bajo el que operan los demás. El placer, que existe condicionado por el resto de factores, se eleva por encima de todos ellos. Los domina, los subyuga. No importa lo innovador o influyente que sea un videojuego si no produce placer alguno en quien lo juega. Ni siquiera la belleza, criterio clásico por antonomasia en esto del arte, se libra de ser apenas una forma (o fuente) de placer. Pero hay otras, ninguna de las cuales escapa a sus leyes. Así, la valoración final, por racional o coherente con una línea de pensamiento que pretenda ser, siempre estará supeditada al disfrute personal. Y no debe ser de otro modo, pues la verdad, en estética, no se puede hallar sino en la experiencia vivida, que es la que sabemos auténtica, contrariamente a la idea de extraerse del yo (lo personal) para alcanzarla a través de una presunta mirada objetiva que jamás podrá ser, pues nosotros somos nosotros y nadie ni nada más. Una mirada pretendidamente global, o de otro/s, no es de nadie y como consecuencia resulta falsa.

Lo que esto implica, aunque haya a quien no le agrade, es que el criterio (y la crítica, aprovecho) es materia hipersubjetiva. No tiene más criterio ni se acerca más a verdad u objetividad alguna quien asegura admitir la calidad de algo que no le gusta. De hecho, es justo al revés. Las personas que demuestran criterio son las que abrazan por completo su subjetividad y logran descifrar sus claves, o algunas de ellas. Los sistemas deben partir de esas claves y ser una ayuda, no una máxima. Sucumbir a ellos a costa de nuestra individualidad, por contradictoria que en ocasiones aparente ser, implica alejarse de la verdad en primera instancia y fallarnos a nosotros mismos en última. O sea, que no deben operar como sistemas, sino como datos. Simplificando (todavía más) a lo bruto, digamos que el criterio surge de una mezcla de corazón y cabeza donde el corazón es el placer y la cabeza el resto de criterios sobre los que se sostiene. El criterio es el gusto informado. O eso cree Avelino, en cualquier caso.

Ni todo da igual y todas las opiniones tienen el mismo valor, ni existe una única verdad de la que ser o no partícipe. Las verdades son múltiples y subjetivas, y no por ello dejan de ser verdades ni dejan de existir falsedades o mentiras. ¿Cómo identificamos la verdad, entonces? Lamentablemente, no sé la respuesta a esta pregunta. Tal vez no la haya. Pero sé una cosa: cuando uno lee o escucha a alguien y se topa con ella, la subjetividad del otro resuena con la propia de tal forma que lo notamos inmediatamente. "Es eso, es exactamente eso". Es entonces cuando nos damos cuenta, cuando la vemos, incluso si nuestra subjetividad y la comunicada no coinciden. "Joder, es verdad".

domingo, 5 de abril de 2020

Silent Hill: Shattered Memories - Terror psicológico

[ SPOILERS en el último párrafo ]

"Quiero que sepa que esto será distinto. Avanzaremos a su ritmo. Sin notas. Sin medicación. Sin teorías. Volveremos al principio y comprenderemos lo que ocurrió."

Cuando el doctor Kaufman enuncia estas palabras mirando a cámara al comienzo de Shattered Memories no lo sabemos, pero suponen una declaración de intenciones. Explícito en la escena, el terapeuta dirigiéndose al paciente que controlamos para informarle de un tratamiento poco ortodoxo; implícito, Sam Barlow avisando al jugador de que este Silent Hill no va a ser como los demás. Silent Hill: Shattered Memories no es solo una reimaginación argumental del título original, sino una reinterpretación de Silent Hill como saga. Una vuelta al principio, borrón y cuenta nueva, para rehacer la franquicia desde sus cimientos. Y los objetivos parecen ser dos: adaptar la experiencia a un rango más amplio de jugadores (filosofía coherente con la Wii, consola para la que fue diseñada) y librarse de todos aquellos problemas e incoherencias que han lastrado el potencial de los juegos originales.

Pues nada, que adiós al viejo sistema de juego. Adiós armas, munición y botiquines. Adiós ir y volver en busca de objetos para poder avanzar, adiós control de tanque y adiós ángulos de cámara cambiantes. Adiós, en definitiva, a una navegación sin identidad herencia de Alone in the Dark y Resident Evil. Porque, en Silent Hill, el sistema jugable era eso: mera herencia. Hacía falta una base interactiva sobre la que verter las ideas temáticas y ambientales que definirían sus entregas, al fin y al cabo. ¿Que queremos un juego de terror? Pues usemos la plantilla "survival horror". Téngase en cuenta que a finales de los 90 los videojuegos apenas estaban entrando en el 3D y asuntos como la cámara o las mecánicas para dar miedo estaban aún explorándose. Ya en 2009, con la tecnología y el conocimiento adquiridos tras diez años, Shattered Memories podría tomar decisiones poco probables en 1999 y solventar así numerosos defectos. Rastrear un nivel entero en busca de llaves y combinaciones varias para poder abrir una pequeña caja híper asegurada que guarda un mechón de pelo dentro, y combinar ese mechón con un anzuelo para introducirlo por un desagüe y sacar una llave con la que abrir una puerta, es el tipo de proceder absurdo que no se repetirá en Shattered Memories. Los acertijos permanecerán, pero adoptando un mínimo de realismo y operando siempre bajo una lógica interna. Además, por su enfoque a la Silent Hill 2 (esto es, acercarse al horror desde una óptica íntima y psicológica en lugar de mediante subtramas ocultistas que den explicación a los acontecimientos), el título llegará incluso a eliminar el sistema de combate. Si los monstruos van a ser manifestaciones físicas de nuestros temores o debilidades personales, como ocurría en la entrega de 2001, ¿qué sentido tendría que pudiésemos matarlos? Ni los traumas ni los miedos desaparecen con violencia. No podemos deshacernos de nuestros demonios internos a balazos. Así pues, en esta ocasión estaremos indefensos ante ellos. Peor aún, seremos perseguidos. Eso hacen las peores pesadillas, ¿no? Perseguirnos.

Basándose, como digo, sobre todo en la segunda entrega de la franquicia, Shattered Memories pone el foco en las relaciones personales y el peso psicológico que ejercen sobre nosotros. Recordemos que el juego de 2001 comenzaba y terminaba con una íntima carta dirigida al protagonista de parte de su difunta esposa, en él nuestro motor de búsqueda era sentimental, y se hacía hincapié en el dolor causado por los traumas del pasado. Pero no era solo Silent Hill 2. En realidad, la saga siempre ha tenido ciertas ambiciones sentimentales, con historias de búsqueda y pérdida de seres queridos y subtramas por las que asoma dolor personal. Una pista que ayuda a darse cuenta es la banda sonora, repleta de icónicas piezas melancólicas a menudo asociadas a personajes, dejando entrever la humanidad que esconden estos juegos. Sin embargo, estas cualidades siempre han quedado opacadas por el miedo y lo abyecto del setting. El horror de monstruos, óxido, sangre y deformidad arquitectónica ha estado siempre por delante de la faceta humana, aplastándola en la memoria, cuando no directamente haciéndola pasar desapercibida. ¿Qué recuerdan más quienes juegan Silent Hill? ¿La tristeza de sus historias o el horror de su puesta en escena?

Aclaro todo esto porque Shattered Memories, sabiéndose primordialmente un videojuego sobre los recovecos de la psique humana, se convierte en el primer Silent Hill que pone su tema por delante de su tono. Es decir, que hace primar la expresión de soledad, tristeza, miedo y confusión asociados al pasado de las personas sobre la aversión y el horror fruto de sus acontecimientos y puesta en escena. Esta es su máxima, y el título vuelca sus esfuerzos en no entorpecerla. ¿Que el enfoque está puesto en la mente y su distorsión de la realidad? Pues ahora realizamos tests psicológicos cuyos resultados modifican detalles del mundo a nuestro alrededor, incluida la forma de los monstruos. ¿Que se hace énfasis en los traumas del pasado? Los ítems pasan de ser partes de un puzzle a objetos asociados a recuerdos (se llaman mementos in-game), y la tradicional estática que avisaba de proximidad de peligro ahora nos conduce a revelaciones de sucesos pretéritos. La primera escena que vemos nos muestra un viejo vídeo familiar en repeat. El juego lleva por título "recuerdos hechos pedazos", o "recuerdos hechos añicos". Blanco y en botella.

El resultado final de estas decisiones es un videojuego más cercano al thriller psicológico que al survival horror. Mucho más enfocado y coherente, menos farragoso y chapucero, pero también, como contraparte, algo blando culpa de una estructura predecible. El juego separa los momentos de exploración de los de acción (mundo real versus mundo de pesadilla), evitando pronto el miedo a encontrarse con algún monstruo o amenaza mientras avanzamos fuera de la dimensión pesadillesca en que habitan. Así, toda tensión al recorrer el pueblo y sus edificios se desvanece y la navegación se vuelve un paseo. El jugador, que ahora se desplaza cómodamente sabiendo cuándo hay o deja de haber peligro, puede llegar a sentir que el juego no le involucra lo suficiente. A cambio, eso sí, las secciones de pesadilla resultan en logrados momentos de estrés gracias a lo rápido que nos persiguen los enemigos, nuestra indefensión ante ellos, y lo laberíntico de los escenarios. Concretamente, el detalle de no poder mirar el mapa con el juego pausado, y de tener que dejar de correr para hacerlo, catapulta la tensión en esos momentos en que nos perdemos entre laberintos de puertas con monstruos persiguiéndonos, pues urge saber por dónde ir pero abrir el mapa resulta demasiado arriesgado. Y es que el juego está plagado de pequeños detalles de gran factura que favorecen la inmersión. Verme huyendo y mirar constantemente atrás para comprobar si había dado o no esquinazo a los bichos fue también una constante durante las persecuciones. ¿Una mecánica para mirar atrás rápidamente en un juego en que huyes de monstruos? Es tan elemental que cabe preguntarse por qué no se hace así en todos los videojuegos de terror.

Si uno repasa, no para de encontrar ejemplos. Por poner uno, a mí me gusta mucho la forma de abrir puertas, teniendo que empujar manualmente mientras la cámara cambia a primera persona para asomarse poco a poco, dando protagonismo al simple hecho de pasar de una sala a otra y aumentando la expectativa de qué habrá al otro lado. Algo tan sencillo como apuntar con la linterna usando el mando de Wii refuerza el acto de explorar el entorno (apuntamos allá donde queramos mirar), y poder escuchar mensajes de voz mientras andamos gracias al teléfono móvil supone otro leve repunte a la inmersión, aunque sea por mera semejanza con la realidad. Y como este es un videojuego sobre personas, qué menos que perfilarlas bien. Los personajes parecen, por primera vez en la saga, seres humanos. Gente. Por su lenguaje corporal y manera de hablar, por la naturalidad que desprenden, algo no muy común en el medio.

Shattered Memories está repleto de esta clase de atención al detalle, aunque, lamentablemente, nada de lo mencionado sirve para mejorar la estructura de juego ni basta para solucionar lo soso de la navegación. Lo mejor del juego, al final, está en el conglomerado narrativo resultante de encajar sus piezas. La extraña búsqueda de Harry, el protagonista, es recontextualizada una vez terminado el juego, momento en que el viaje cobra sentido para el jugador y la poética de su engranaje es revelada.

En el universo planteado por Shattered Memories, las creaciones de la mente se vuelven reales, y así Harry, una mezcla de recuerdos e imaginación que solo existe en la cabeza de su hija (Cheryl), cobra vida y conciencia propia gracias a la magia de Silent Hill. A través de la manifestación física del Harry que Cheryl ha creado, vagamos por un Silent Hill a medio camino entre la realidad y el subconsciente de ella hasta llegar a la consulta del doctor Kaufman, convenientemente emplazada en un faro como símbolo del terapeuta guiándonos (a Cheryl y al jugador) hacia la verdad. Allí, padre imaginario e hija se verán cara a cara, metáfora de ella confrontando finalmente su pasado. El desenlace, que varía entre diversas formas de negación y aceptación y dibuja una imagen de Harry distinta dependiendo del perfil psicológico consecuencia de las acciones y elecciones del jugador, resulta invariablemente triste y pone punto y final al juego de manera poderosamente emotiva, con uno de los momentos más tristes de videojuego alguno en su generación.


sábado, 21 de marzo de 2020

Resonance of Fate - Infrecuentes ingredientes, convencionales lastres

Si definiese Resonance of Fate como un JRPG fuera de lo común, de características atípicas en el género, no estaría diciendo ninguna mentira. Y no es que eluda las particularidades de la mayoría de videojuegos de su especie ni que renuncie a su condición, no. Los combates por turnos a centenas, el histrionismo anime, la progresión lineal, los deux ex machina... Todo eso sigue ahí. Casi todo lo que uno espera de esta clase de juegos, para bien o para mal, permanece, pero la forma en que aborda varios de sus apartados cambia. No es la estructura lo que se altera, sino sus elementos.

Sin embargo, hay otra manera de ver el asunto. La de que, por encima de un JRPG que hace cosas diferentemente, Resonance of Fate es una propuesta potencialmente única lastrada por las convenciones del género al que ha elegido aferrarse. La de que nunca debió haber sido un JRPG, y que el serlo responde a decisiones que poco tienen que ver con potenciar sus cualidades. La sensación es que, para este juego, el JRPG es una etiqueta a la que adherirse por seguridad, una serie de convenciones a las que amoldarse para formar parte de un género. Porque para vender un producto hace falta un público, un target, y entonces me convierto en JRPG. Ya está, identidad definida, al fin soy reconocible, por favor financiad mi proyecto. Así es como la ley del mercado (o el piloto automático de los creativos) afecta al diseño de videojuegos. El problema de esto es que la obra queda perjudicada como consecuencia, pues encajar en el género le cuesta al título su mayor virtud, el sistema de combate, que es a todas luces no ya el punto fuerte del juego, sino la parte del mismo en la que los propios desarrolladores ponen mayor énfasis. 

Salta a la vista. Cuando uno empieza a jugar se espera unos valores de producción coherentes con el tráiler o, al menos, distribuidos equitativamente, pero lo que se encuentra es un JRPG de 2010 de escenarios prerrenderizados, con apenas pueblos (que además son tan solo un par de pasillos en línea recta), de celdas hexagonales en lugar de overworld y traducción sospechosa. En cambio, a la hora de combatir todo son piruetas variopintas excelentemente animadas y constantes cámaras lentas cambiando de plano cada dos por tres, con los protagonistas soltando frases en voz alta y posando en mitad de sus movimientos. El jugador se percata enseguida: aquí es donde fueron a parar los esfuerzos y el grueso del presupuesto del equipo. Y no es de extrañar. Se intuye que, si no fue el sistema de combate el punto de partida del juego, que es lo que yo creo, como mínimo los diseñadores eran conscientes de dónde estaba la chicha de lo que estaban cocinando. El presupuesto se antoja a todas luces insuficiente para un JRPG comercial de más de cincuenta horas, al menos de las ambiciones que este presenta. Que la mayor parte del dinero se haya destinado al sistema de combate es al tiempo lógico y una lástima, pues no hace sino que lamentemos más lo estropeado que queda por culpa de lo demás.

El juego no está a la altura de su combate. Aunque de agradecer sean sus intentos por salirse de la norma, estos nunca terminan de cuajar, sea por escasez de presupuesto o falta de acierto de los desarrolladores. Fijaos que si una cosa intentan los JRPGs es que, con el paso de las horas, la suma de personajes, melodías, lugares, sucesos y atmósfera atrapen al jugador y conformen una experiencia memorable. Es a lo que aspiran y han aspirado históricamente, por encima de cualquier otro objetivo. Contar historias y engancharte a sus universos. ¿Con qué se anuncian siempre los JRPGs? ¿Con economías y técnicas de combate o con sitios que visitar y aventuras que vivir? ¿Con variables para encarar la jugabilidad o con personajes que conocer y con los que compartir tiempo? Resonance of Fate no es excepción, pero da igual cómo se mire: el título no cumple.

Sucede que a nivel narrativo y dramático la propuesta es un desastre. En lugar de tomar el usual camino de presentar unos personajes y acontecimientos para luego hacer avanzar una trama, el jugador comienza directamente en medio de un día cualquiera en la vida cotidiana de sus tres protagonistas, sin explicación alguna de quiénes son ni objetivos a largo plazo ni giro alguno que proponga dilemas a enfrentar. El punto de partida es interesante, pero claro, de este modo, ¿qué motivación existe para seguir adelante? Combatimos y avanzamos por inercia, pero pasan las horas, los capítulos (el juego se divide en dieciséis), y todo sigue igual. Salimos a matar bichos porque los protas son mercenarios y es el tipo de trabajo que hacen para subsistir. Cada episodio presenta un nuevo cliente que quiere cualquier tontería y contrata nuestros servicios, nosotros realizamos el encargo y el proceso se repite, llevándonos a preguntarnos si acaso se mueve la cosa hacia alguna parte. Esta falta de información y dirección se extiende hasta pasado el ecuador de la aventura, donde finalmente los acontecimientos parecen desembocar en algo parecido a una historia, pero cuando esto ocurre decepciona por su vaguedad, culminando en numerosas preguntas sin respuesta (o, tal vez, en respuestas pobremente comunicadas).

Lo que pasa es que, y aquí está el quid de la cuestión, la voluntad detrás de este formato narrativo no es la de relatar un periplo clásico, donde una cosa lleva a otra y esta a la siguiente, sino la de introducirnos en la vida de los protagonistas para que, poco a poco y con el pasar de los capítulos, se vayan revelando a cuentagotas detalles de su pasado que terminen eclosionando. Es, en esencia, el esqueleto dramático de Cowboy Bebop: tres cazarrecompensas de pasado turbulento subsistiendo mientras tratan de esconderlo u olvidarlo hasta que, eventualmente, esto deja de ser posible por circunstancias del presente. Vale, o sea que un estudio de personajes, ese es el enfoque. En principio no tendría por qué existir inconveniente en ello, pero hay una crucial diferencia en la ejecución: mientras en Cowboy Bebop cada episodio contiene veinte minutos de narración ininterrumpida, siempre con algo distinto que ofrecer, en Resonance of Fate cada capítulo se compone de más de tres horas de caminar y combatir, caminar y combatir (y algunos menús), para apenas entre cinco y diez minutos de cinemática. En uno, veinte minutos ininterrumpidos de reencontrarte con una expareja sentimental cuya separación nunca superaste para darte cuenta de que ahora está con un tipo al que busca la ley y debes capturar, reabriendo viejas heridas y planteando un dilema moral; en otro, combates cuasi-idénticos durante horas. En uno, tres viajes alucinógenos por separado con contrabando de setas y persecución de por medio; en otro, combates cuasi-idénticos durante horas. He ahí el inconveniente. La profundización en los personajes no se da si en cada capítulo sucede exactamente lo mismo. Realizando las mismas acciones durante horas una y otra vez, sin que la inmensa mayoría de los encargos llevados a cabo guarden relación alguna con el pasado de los protagonistas, no se llega a ahondar en ellos, y que el poco espacio que queda para revelar algo o dar pistas sea de apenas dos, tres minutos cada numerosas horas no ayuda. Todo esto dejando de lado la calidad de diálogos y cinematografía en general porque, vamos, no hay color.

Lo que yo interpreto es que el formato pseudo-episódico se eligió como vehículo a revelar los efectos del pasado en los protagonistas para luego mostrar cómo este determina irremediablemente su porvenir, enlazando así con el tema principal del título: la dicotomía entre el destino y el libre albedrío. El setting ya da la primera pista: planeta Tierra, futuro lejano y la humanidad viviendo en una macro-estructura más allá de las nubes, una especie de torre en los cielos. Abajo, los pobres y las mazmorras y los monstruos; arriba, nobles y burgueses en sus mansiones. En la cúspide, una catedral. Dios. La sociedad dividida por clases, la vida de las personas determinada al nacer y la arquitectura vertical de la inmensa construcción como reflejo de su impuesta jerarquía. El sistema por un lado y el pasado por otro funcionan aquí como cárceles para los individuos, algo así como cadenas del destino que dictaminan el devenir sin que pueda hacerse nada por remediarlo. Muchos NPCs muestran aspiraciones de clase, pero no hay ni uno que suba de piso en los dieciséis capítulos. Los protagonistas nunca hablan de lo que les pasó tiempo ha, pero unas circunstancias y luego otras les obligan a recordar o enfrentar las heridas abiertas. Y, en medio de todo esto, la idea de Dios, muy presente durante el juego. ¿Está todo escrito, decidido por un ser superior, o puede nuestra voluntad cambiar el futuro? ¿Hasta dónde llega nuestra libertad para elegir un camino y, de existir esta, dónde queda la voluntad de Dios entonces? Si el pasado siempre acaba por determinar el futuro, ¿hasta qué punto está en nuestras manos nuestro propio destino? Cuestiones, en cualquier caso, pobremente desarrolladas que, a un nivel más personal, me retrotraen a mi partida en 2017 a NieR: Automata, título que las planteaba con mucha mayor fuerza y hondura.

Con un aparato narrativo escaso y deficiente, lo único que resta para empujarnos a continuar es el combatir por combatir. Bueno, y la engañosa y barata gratificación, trampa cerebral, de subir niveles y mejorar los números de nuestro equipamiento.

El sistema de combate. Por fin hemos llegado. La chicha del juego, el motivo por el que lleva la etiqueta "de culto". Chulesco y dinámico, con libertad de movimiento (no hay casillas, podemos cubrir grandes distancias por turno) pero instando a pensar bien nuestra colocación respecto al enemigo, la arquitectura y los propios avatares. Con ataques aéreos, combos y triangulaciones grupales. De compenetración obligatoria entre compañeros y enemigos compuestos a base de capas, con distintos escudos y piezas a destruir por separado en función del ángulo de ataque (otorgando diferentes premios). Aunque vaya incongruencia eso de que las metralletas hagan un tipo de daño y las pistolas otro. ¿Qué sentido tiene que las balas de metralleta solo dañen superficialmente y las de pistola maten pero apenas hagan cosquillas a los escudos? Verosimilitud cero, pero se pasa por alto en cuanto detectamos que el sistema propicia la compaginación táctica entre personajes. La propuesta es inverosímil de cabo a rabo, un detalle ilógico más no marca la diferencia.

Si acaso cabe achacársele algo a este sistema es lo poco intuitivo que resulta, rasgo que ralentiza su aprendizaje. Una de las razones por las que cualquiera, y me consta que le ocurre a bastante gente, puede abandonar el juego a las pocas horas es no comprender el funcionamiento del combate. A esto no ayuda un tutorial opcional que enseña las bases de golpe y por separado. Lo complicado del sistema y lo apresurado de su tutorial pueden poner a prueba la paciencia del jugador cerrado a experimentar, que no estará dispuesto a pensar y probar para aprender a jugar. Por otro lado, y pese a este sacrificio de comodidad temprana, encuentro acertada la decisión.

Los videojuegos japoneses a menudo funcionan en escalera. Esos largos tutoriales al principio son aburridos, cansinos incluso, pero evitan que el jugador se pierda o confunda. ¿Cómo? Dividiendo la información y presentándola poquito a poco, a medida que se va avanzando. Así, una pizca de información se suma lentamente a la otra y se consiguen dos cosas: evitar que el jugador se sature y mantener las novedades llegando durante más tiempo. Para la comodidad del que está a los mandos esto es un plus, pues aprenderá sin esfuerzo o gasto de energía. Es un formato de progresión para una filosofía de confort. Pero en Resonance of Fate te sueltan todas las bases del combate, ya de por sí inusual y poco intuitivo, de golpe y porrazo. Apáñeselas usted, jugador. Y, sí, yo pienso que es mejor así. Prefiero sacrificar un poco de comodidad en pos de un aprendizaje divertido y enriquecedor, cosa que este juego me permite. ¿Que no me apetece leer un solo tutorial ni gastar cinco minutos de mi tiempo? Sin problema, de cabeza a darme de hostias, que ya aprenderé a base de palos. Si no, siempre puedo volver a la zona del tutorial y elegir el punto concreto que quiero que se me explique, disponible durante todo el juego y sin tener que zamparme explicaciones que no busque ni que me lleven de la mano. Nunca me gustaron las visitas guiadas, de todos modos.

El dilema de los tutoriales es reconciliar la libertad del jugador con la comodidad de ser instruido, y la mayoría de las veces, al menos en videojuegos modernos, la opción escogida es la del confort. Pero hay algo que se pierde si un juego nos lo da todo masticado desde el principio, si pauta al cien por cien nuestro inicio con él, y esto es el placer de descubrirlo por nosotros mismos, a nuestro ritmo y manera. Aprender probando y equivocándose es, de hecho, una forma de jugar, y desenmarañar este novedoso sistema de combate e ir mejorando a medida que averiguamos las claves de su funcionamiento es mucho más satisfactorio que la contraparte de ir asimilándolo en incrementos graduales externos en forma de explicación. No cabe duda, Resonance of Fate sabe lo que hay: no confrontamos amenazas gordas durante las primeras horas, existe la opción de reintentar batallas y de (casi) todas ellas se puede huir con facilidad durante el primer turno. Podemos intentar y equivocarnos sin miedo.

Así y todo, malas noticias: tampoco el combate se salva de las convenciones de género que arrastra la propuesta. No es que el resto del videojuego no se halle a la altura y eso pese en la balanza, sino que el propio combate se resiente por culpa de cómo está diseñado lo demás. Ocurre que la estructura JRPG estira la duración del título, y eso implica un incremento exponencial del número de combates, lo que se traduce en repetición. Salas idénticas con enemigos idénticos una y otra vez para que, a fuerza de repetir el mismo modus operandi en las mismas arenas, ante los mismos bichos y en las mismas posiciones durante horas, incluso un sistema a priori tan dinámico termine por volverse monótono. La inclusión de combates aleatorios, aun si podemos escapar de ellos, lo hace peor. En un sistema de juego táctico, la táctica muere tan pronto hallamos una que vale para tres cuartos de los enfrentamientos, y cuando Resonance of Fate plantea sin parar los mismos desafíos apenas modificados para adaptarse al esquema de juego escogido, eso es exactamente lo que ocurre. En diagonal a la derecha y metralleta sobre un enemigo, en diagonal a la izquierda con la segunda metralleta contra otro enemigo, tercer turno y armo triataque a base de saltos. Veo que da buen resultado en cada ocasión y ¡ups! La táctica se ha vuelto patrón. Hecho, las convenciones de género han obligado al sistema a dilatarse contra sí mismo. El JRPG como lastre y condición de Resonance of Fate, un JRPG.

Uno puede tener los elementos necesarios para esculpir un gran videojuego y, por enfocarlo inadecuadamente o añadir más de la cuenta, arruinar el resultado. Resonance of Fate es un muy interesante ejemplo de esto por su sistema de combate, único pero empobrecido por malas decisiones. El juego siempre tropieza en aquello que intenta: quiere contar una historia pero apenas plantea una narración coherente y no involucra al jugador en ella hasta muy al final, quiere profundizar en sus personajes pero no les dedica tiempo suficiente, pretende que disfrutemos de un sistema de combate único pero lo mutila a base de monotonía y repetición. En fin, una de esas creaciones a las que merece la pena asomarse, aunque sea para lamentar que no sea lo que pudo haber sido.


jueves, 16 de enero de 2020

Forever LOVVVVVVE

Hace cinco días, el 11 de enero de 2020, Terry Cavanagh anunció que liberaba el código de su primer juego comercial. Por su décimo cumpleaños, VVVVVV se convertía en open source.

Hoy, 16 de enero de 2020, se cumplen diez años y cinco días de la salida de VVVVVV, cinco años y dos días de mi primer vídeo (sobre VVVVVV) y el comienzo de mi canal en YouTube. Elegí el videojuego de Terry no por casualidad ni porque me gustase mucho, que lo hace, sino porque encapsula y ejemplifica gran parte de lo que son mis afinidades, creencias incluso, no ya videojueguiles sino vitales.


Dejando al margen la mecánica de cambio gravitatorio (revolucionaria en el género de plataformas no por inédita, sino por el innovador empleo que el título hace de ella), hay algo que salta pronto a la vista cuando uno juega VVVVVV: el videojuego no tiene enemigos. En él no hay violencia. Pareciera tonto, pero ¿cuántos plataformas conoce uno en que el jugador no tenga ni se tope con un solo enemigo, no mate ni golpee ni haga daño, ni se enfrente narrativa o jugablemente a nadie? A mí se me ocurren pocos, y esos pocos que se me ocurren son siempre derivaciones de lo que consideramos un plataformas "clásico". Es decir, que no se basan en plantear un reto a través de sus obstáculos y la habilidad del jugador para sortearlos, como sí hace VVVVVV. Pienso en Grow Home, más enfocado en escalar y explorar la verticalidad de un espacio; pienso en Fez, collect-a-thon cuyo objetivo es erigir un multiverso misterioso a base de acertijos y secretos; pienso en The SwapperUnravel y Thomas Was Alone, todos más enfocados en los puzzles que en la acción. Todos sin violencia, pero todos alejados del concepto clásico de plataformeo. Los que más se acercan quizá sean Getting Over It with Bennett Foddy y la saga Tony Hawk, pero tampoco, pues ambos poseen un espíritu algo malicioso, de una violencia tal vez no física pero sí filosófica, presente en la crueldad que asoma tras su sentido del humor. No pienso en Canabalt, GRIS, Braid, Super Meat Boy, Celeste o Little Big Planet, todos ellos aparentemente "pacíficos" pero con algún elemento violento o confrontacional.

VVVVVV es, hasta donde llega mi memoria, el plataformas de espíritu más bondadoso jamás hecho. En él ni siquiera existe una amenaza: la mala suerte nos hace topar, al inicio del juego, con una interferencia dimensional que nos teletransporta (a nosotros y nuestra tripulación) a distintos puntos del mapa. Nuestro objetivo, como capitán, es dar con nuestros extraviados compañeros y devolverlos a la nave. En otras palabras, ayudar a los demás. Y los obstáculos que nos lo pondrán difícil no son sino aleatoriedad videojueguil cortesía de algún tipo de colapso dimensional. El videojuego de Cavanagh es tan, tan buena gente que resalta de sus personajes, apenas una masa de píxeles monocromo de extremidades casi indistinguibles, tan solo la sonrisa (o no) de sus rostros. En VVVVVV los personajes se caracterizan, físicamente, por la felicidad que desprenden.


Tras un montón de pantallas, y rescatados los cinco tripulantes de la nave, somos arrojados al último nivel del juego, donde nuestro objetivo pasa a ser, simplemente, salir de dondequiera que nos haya arrojado el último teletransportador. En esta última escapada, desenlace homenaje a tantas otras de videojuegos clásicos (Metroid viene rápido a la mente), ocurre el mejor y más revelador momento del título. Cuando por fin llegamos a la última pantalla y efectuamos el último salto hacia arriba, el que nos liberará del colapso dimensional que intentamos evadir, el juego no coloca ninguna plataforma sobre la que aterrizar, y la mecánica anti-gravitatoria nos envía, en una sucesión de pantallas infinita, a la perdición del espacio exterior. Esto es hasta que, milagrosamente, somos teletransportados de vuelta a la nave por nuestros compañeros, que ya todos juntos hallan la manera de hacernos volver justo a tiempo. En este escueto plataformas de caras sonrientes y melodías upbeat, ayudamos a los demás para al final, cuando ya no podemos hacer nada para solucionar nuestra situación, ser rescatados por ellos. De salvadores a salvados. Salvados por haber salvado. Porque Terry comprende que dar es recibir, que hacer el bien (o el mal) es algo que siempre viene de vuelta.

Y Terry hace el bien. Es, como su videojuego, generoso. Que VVVVVV sea hoy de código libre es en realidad la evolución lógica y predecible al historial de un tipo que no solo diseñó e incluyó un editor de niveles en su juego, sin necesidad y por puro altruismo, sino que se ha preocupado de hacer su obra accesible a todo el mundo (disponible en casi todas las plataformas y todos los sistemas operativos de su tiempo, a un precio irrisorio o directamente gratuito). Y yo, que he tenido la suerte de toparme con su juegazo y disfrutarlo tanto, sin haberlo pedido nunca ni merecerlo, contagiado de su optimismo y generosidad y mirada hacia el futuro, no vi otra forma de expresar mi agradecimiento que dedicándole mi paupérrimo primer vídeo, del que quizá ahora entendáis el título.


Al final de VVVVVV, con todos sanos y salvos en la nave, los miembros de la tripulación se preguntan qué deberían hacer ahora que han sobrevivido pero saben que la dimensión en que se encuentran no tardará en colapsar. Quizá deberían marcharse, que la nave ya está arreglada, argumenta uno de ellos. Es entonces cuando nuestro avatar, el capitán Viridian, toma la palabra para decir, sospecho (quiero creer) que como eco político de su autor, que no, que se quedan. "Let's find a way to save this dimension! And a way to save our home dimension too!". Y sus últimas palabras, lo último que vemos antes de la secuencia de créditos, se leen tal que así:

The answer is out there, somewhere!
Let's go!