sábado, 25 de abril de 2020

Frostpunk - Pragmatismo culpable

Frostpunk es un videojuego muy vinculado a This War of Mine. En cierto sentido, son dos caras de la misma moneda. Tanto uno como otro son videojuegos de supervivencia basados en la gestión de tiempo y recursos con un importante énfasis en la toma de decisiones morales difíciles. Los dos nos sitúan en un escenario catastrófico, funcionan por días (con diferencia entre día y noche), carecen de antagonistas a derrotar, giran alrededor de una narración relativamente concreta y, bueno, están diseñados por el mismo estudio, que también había que decirlo. Si en This War of Mine el mayor obstáculo a nuestra supervivencia era la llegada del invierno, Frostpunk hace de su invierno apocalíptico el enemigo principal. Pero mientras en This War of Mine encarnábamos a unas pocas personas, refugiados víctimas de la guerra en su particular encierro (saliendo a buscar comida y provisiones, cocinando y armando sus propios utensilios), Frostpunk opera como un título de estrategia tradicional: incorpóreos, en perspectiva cenital, manejamos unidades y construimos edificios y aprobamos leyes.

Frostpunk viene diseñado de arriba a abajo como una experiencia de principio y final establecidos en el tiempo. Como resultado, los tempos del juego están lo bastante pautados como para que siempre haya un nuevo giro o imprevisto que llegue justo en el momento (menos) adecuado. Que haya poco tiempo para respirar, que no nos acomodemos, que siempre debamos sacrificar algún plan. Comenzaremos a prosperar, se presentará un nuevo obstáculo, y si sobrevivimos a él vendrá otro más. Y lo hará justo cuando parezca que la cosa empieza a encauzarse.

Su estructura por días es clave a la hora de lograr este efecto: uno no lo sabe, pero el día X ocurrirá tal cosa, el día Y otra y el día Z otra. Tener el tiempo estructurado otorga mayor precisión a los desarrolladores, que conocen los límites de lo que podemos o no conseguir llegados a tal o cual punto del juego y saben así cuándo lanzarnos la siguiente bola curva. Además, en un mundo recién azotado por una catástrofe, donde la narrativa nos sitúa desinformados e incomunicados, cada día que pasa cuenta porque cada día que pasa pueden llegar o no buenas o malas noticias y nosotros, aislados del resto del mundo, poco podemos hacer más que aguantar y tener esperanzas. Esto da lugar a uno de los mejores elementos del juego, las patrullas de expedición, que consisten en asignar a unos pocos la arriesgada tarea de "salir al exterior", de aventurarse allá afuera en busca de algo, lo que sea. Cuando mandamos trabajadores a viajar durante días se siente casi como lanzarnos a lo desconocido, y nos intriga lo que podemos encontrar y qué noticias implicará. ¿Cómo estará todo allá afuera? ¿Descubriremos algo más sobre esta catástrofe? ¿Existe solución? ¿Encontraremos supervivientes? ¿Algún lugar al que emigrar? En esta situación de incertidumbre y desinformación toda noticia es un premio, por lo que la expectación que generan en nosotros las expediciones que enviamos es muy alta.

Pero ni esa gota de ilusión se nos permite. Ante las noticias que traen una y otra vez las expediciones, siempre malas y cada vez peores, el desasosiego ante el futuro por venir aumenta y las esperanzas que al principio poníamos en ellas se desvanecen. Nos preguntamos si en un mundo así, bajo esas condiciones extremas, valdría la pena seguir luchando por la vida, y de rebote cae el pensamiento de si no será este uno de los primeros videojuegos que existan como consecuencia del cambio climático, lo que hace más real el desasosiego. Frostpunk es un título que pesa, desalienta. Es deprimente y descorazonador, más oscuro aún que su predecesor, un videojuego sobre las víctimas inocentes de la guerra.

Esta es la parte que funciona del título, la asociada a su puesta en escena y empleo del tiempo. Pero Frostpunk tiene otras ambiciones. Frostpunk es un videojuego de reconstruir una sociedad, uno en que, por la razón que sea, en este caso una catástrofe, queda en nuestras manos darle un nuevo rumbo. Y esa sociedad es para las personas, no para vencer ni conquistar nada ni a nadie. Aquí es donde entra la acusada faceta moral que tanto lo emparenta a This War of Mine.

El juego parte de un supuesto, y es que el jugador se regirá por un código moral o que, en su defecto, le dolerá renunciar a él. Pero no sucede así. A diferencia de This War of Mine, donde nos poníamos en la piel de unos refugiados, desde dentro y viéndoles las caras, conociéndoles (su forma de ser, sus vicios, sus vidas antes de la guerra), en Frostpunk somos un líder, a efectos prácticos un ente omnipotente que gestiona vidas y cuyo objetivo consiste en hacer prosperar la ciudad para que la población pueda sobrevivir. Miramos desde arriba y no de frente, estamos fuera y no dentro. Esto hace difícil ponernos en la piel de nadie y nos abstrae hasta tal punto de la vida de la gente, de ver a las personas como individuos, que nuestra empatía no se da y terminamos gestionando personas de manera no muy distinta a como gestionamos carbón o acero. Es más, la gente aquí es una molestia. Dos barras de las que nuestra victoria depende, Descontento y Esperanza, intentan que demos más importancia al estado de las personas, pero el resultado es que lo que importa son las barras per se y lo llenas o vacías que están, no la gente, que se vuelve un obstáculo a nuestro control de las mismas.

La cuestión es que si instauro un dogma religioso para acallar gente problemática a las primeras de cambio, me deshago de enfermos terminales y alimento mal a la población para ahorrar suministros sin pestañear, o no me lo pienso dos veces a la hora de legalizar la explotación infantil en pos de mayor rendimiento, la asunción del juego de que mi brújula moral ejercerá peso sobre mis decisiones, y que traicionarla provocará remordimientos en mi conciencia, es errada. Si un mundo plantea a las personas como recursos, estas se vuelven números y el pragmatismo pasa a ser no ya la forma más sencilla de ganar, sino el modo de ver. Es lo que ocurre en esta clase de juegos: el pragmatismo más extremo se convierte en el modus operandi por defecto.

Lo que Frostpunk busca es poner sobre la mesa el factor idealista, que viene a ser el yang del yin que es el proceder pragmático. Pragmatismo versus idealismo, de toda la vida. Ahí radica el interés de la política, al fin y al cabo: la dificultad de mantener los ideales intactos, la imposibilidad de beneficiar a todos y la realidad de que actuar implica siempre daños y perjuicios. Pasarte tus principios por el forro es la vía fácil; ser rectos lo difícil, lo sacrificado. En la vida no nos pasamos nuestros principios por el forro tan fácilmente porque nos importa. Estamos nosotros, que sentimos y padecemos, y están los demás, que nos afectan. Nosotros dependemos, ellos dependen. Y no tenemos otra cosa. Pero los videojuegos no son la vida. Son simulaciones, realidades virtuales alternativas. En un videojuego, para que el jugador elija regirse por sus principios pese a las adversidades has de propiciarlo, has de conseguir que en la balanza pese tanto el apego sentimental como el deseo de vencer, condición que en Frostpunk no llega a darse por la distancia desde la que percibimos las vidas humanas que manejamos. Que el título dé nombre y apellidos a todas las personas no es sino la demostración del fracaso de esta empresa, un intento a todas luces insuficiente por hacer que no las veamos como números. Pero lo hacemos, de modo que los dilemas no se producen y terminamos actuando por mera conveniencia, sin oponer resistencia ideológica al pragmatismo más voraz, que ejerceremos sin arrepentimiento tan pronto la necesidad apriete. La premisa, una catástrofe climática que amenaza la supervivencia de la raza humana, lo pone todavía más difícil: ante una situación límite justificamos la inmoralidad con mayor facilidad.

Cuando, una vez terminada la campaña con éxito, el juego nos pregunta explícitamente si compensa lo sacrificado, si merece la pena la supervivencia de la (¿reprochable?) sociedad que hemos levantado, no puedo evitar cierta lástima. Ahí están. Las intenciones de los desarrolladores al descubierto, ensanchando la distancia entre la experiencia pretendida y la obtenida. En la cabeza del jugador, dos cosas: cómo se supone que debe sentirse (culpable por las decisiones tomadas, pensativo acerca de los límites éticos de nuestra lucha por la supervivencia), y cómo se siente en realidad ("por fin pasó la tormenta").


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