sábado, 20 de junio de 2020

The Legend of Zelda: Ocarina of Time - Comfort Quest

Hay dos momentos clave en Ocarina of Time: el primer encontronazo con un Stalfos, en el templo del bosque, y caernos por un agujero invisible en el pozo de Kakariko. No la muerte del Gran Árbol Deku ni nuestro primer viaje en el tiempo ni aparición alguna de las que hace Sheik. Tampoco el triste y épico desenlace, con su agridulce secuencia de créditos. Ni siquiera la transición del bosque Kokiri a la campiña de Hyrule, que es lo que más se acerca. No. Estos dos momentos son los más reveladores porque encapsulan, en lo que consiguen, las posibilidades sin eclosionar del revolucionario juego de Nintendo.

El primer encuentro con un Stalfos por la sensación de amenaza que produce. Tras numerosos bichos de todo tipo que despachar de dos golpes o sobre los que ejecutar el patrón de turno (una araña gigante a la que golpear cuando se da la vuelta, un deku al que devolver sus escupitajos con el escudo, etc.), he aquí un enemigo a tu medida. Con espada y escudo, que se cubre, que nos rodea, que ataca saltando para romper la guardia. Olvidad patrones a repetir y debilidades a explotar con objetos; estos esqueletos no son puzzles ni molestias, son adversarios. Tener uno delante significa un enfrentamiento, un combate de tú a tú. Peligro real. Y es esa tensión que genera el encuentro lo que brilla por su ausencia durante el resto del juego. No se siente uno intimidado con los otros monstruos, no se prepara y se concentra al verse ante ellos. ¿No era eso parte de la aventura, de la búsqueda del héroe? El peligro, el hacer frente a amenazas que te pongan a prueba. Los Stalfos ni siquiera son gran cosa, basta una mínima comprensión de las mecánicas para derrotarlos con facilidad y nos sobran recursos para asegurar la victoria incluso con un mal desempeño, pero la realidad del efecto que produce tenerlos delante contrasta tanto con la indiferencia que causa cualquier otro enemigo que uno no puede evitar notar la diferencia, y tal vez preguntarse qué pasaría si estas situaciones se diesen con el resto del bestiario, durante todo el periplo.

Y caernos por un agujero en el pozo de Kakariko porque hace patente de golpe una carencia de las mazmorras: las trampas. Las que son inesperadas, quiero decir. Y, por extensión, la cualidad de lo oculto. Ese primer agujero de unos cuantos con falso suelo en el interior del pozo nos revela otra capa del lugar: no todo es lo que parece y ya no podemos fiarnos tan solo de lo que vemos. A partir de esa caída, todo suelo es potencialmente una trampa y toda pared un pasadizo oculto. En Ocarina of Time, las mazmorras se componen de una sucesión de ejercicios divididos en salas, e ir resolviéndolos es lo que nos permite avanzar. De adultos, la implementación de llaves añade un componente de orientación a la ecuación (tenemos que buscarlas, revisar bien cada sala de los templos), pero poco más. El pozo de Kakariko, por contraparte, no basa su navegación en la resolución de ejercicios, sino en la ocultación. Es un espacio repleto de trampas y secretos en que no existe un camino lógico a seguir. El jugador lo recorre explorando más que resolviendo: encuentra cofres que no obsequian con gran cosa, cae en trampas constantemente, descubre salas escondidas tras paredes falsas y se topa con callejones sin salida. Uno puede terminar la mazmorra habiendo cumplido su objetivo con llaves sin usar y salas sin visitar. En las demás mazmorras cada espacio parece construido con el propósito de ser resuelto, cada sala está ahí para permitirnos avanzar a la siguiente. El pozo, en cambio, no es una sucesión de pruebas recubiertas de ambientación x (fuego, hielo, etc.), sino un lugar. Un sitio, un entorno al que adaptarse. Cuando uno piensa en adentrarse en una mazmorra, ¿qué se le viene a la cabeza? ¿Acertijos ambientales en línea o trampas, secretos y pasadizos ocultos? ¿Espacios construidos para ser resueltos o lugares peligrosos que explorar con cautela?

Lo conseguido en estos momentos del juego tendría que ser la norma, pero es la excepción en Ocarina of Time. Durante el resto del periplo, todo enemigo es poco más que un contratiempo y toda mazmorra apenas un mejunje de ejercicios y pequeños retos con algo de intríngulis arquitectónica (y menos mal). Mueves unos cuantos bloques como se supone que debes hacerlo, activas interruptores, recolectas rupias plateadas, saltas por un par de plataformas y usas el ítem de turno de esta o aquella manera para el que las salas de pruebas están diseñadas. Ni siquiera es mal diseño en un sentido tradicional. Simplemente es insulso, no genera efecto alguno en el jugador y no le introduce en el mundo. Los retos planteados son en realidad tareas, excusas de progresión. La forma que tienen los diseñadores de mantenerte haciendo algo mientras avanzas, para que no sea solo caminar y mirar. El problema es que toda esa parafernalia inmensa que han puesto ahí no supone una mejoría respecto a caminar y mirar. Quizá cumpla como pasatiempo, porque te ocupa y porque siempre estás haciendo algo, pero no como vehículo a sumergirte en la experiencia o a comunicar nada. Aquel encuentro con el Stalfos, en cambio... Aquello prometía peligro, prometía enfrentamientos en que apretar los dientes, en que pensar no en cuál será la solución a este bicho sino en la mejor táctica para aproximar el combate y no morir. Y el pozo prometía lugares en que explorar y sorprenderse, donde el solo hecho de navegar fuera cuestión minuciosa: mirar bien por dónde voy, no dar un paso en falso y revisar cada esquina.

Cabe aclarar que no todos nuestros enfrentamientos aparte de los Stalfos son anodinos ni todo mazmorreo fuera del pozo insulso. Los wallmaster, que se dividen en crías con la capacidad de volver a crecer, pueden poner a uno de los nervios, y la fortaleza Gerudo también se siente un espacio a navegar por encima de un cúmulo de ejercicios a resolver gracias a su arquitectura (de edificios cuasi idénticos con entradas y salidas a distintas alturas, desorientando al jugador) y sus guardias (que nos envían a la casilla de salida tan pronto entramos en su línea de visión, lo que nos hace ir con el culo prieto y da relevancia a los encuentros). Pero estos ejemplos son excepciones en un título cuya navegación es de base insípida. El videojuego está sobrediseñado: hacemos demasiadas cosas, pero esas cosas significan muy poco. Ocarina of Time pretende ser aventura mediante una filosofía de confort, y eso es imposible. Aventura y confort son opuestos, y mezclarlos resulta en contradicción. Una aventura domesticada no es una aventura, es un oxímoron.

Por fortuna, Ocarina of Time llega a brillar un poquito más fuera de sus calabozos, aunque ello sea insuficiente para salvarse. Cuando uno sale a la campiña de Hyrule por primera vez, la panorámica de una extensa pradera abriéndose hasta el horizonte promete un mundo fantástico lleno de sorpresas. Y quieres descubrirlo, acercarte a la sensación de estar ahí. Pero, entonces, una roca. Una valla, un símbolo de la Trifuerza. No puedes ir aquí a menos que: toques esta canción, lleves tal mensaje, coloques una bomba, traigas un pez embotellado. El mundo, que al principio se presenta abierto ante ti, tarda poco en cerrarte sus puertas. Para abrirlas, habrá que hacer recados o disponer de ciertas llaves. Este Hyrule no se libra del sobrediseño de sus mazmorras. ¿Qué nos queda, entonces? Tocar notas musicales mágicas, mover tumbas para descubrir pasajes ocultos, encontrar un escondrijo tras una cascada, viajar en el tiempo, los secretos y curiosidades esparcidos por el mundo en general y la mezcla de melodías y épica narrativa que ya todos conocemos. Las localizaciones, los NPCs, la atmósfera y el encanto dragonquestero de todo. Detalles, más que nada. La clase de cosas que uno recuerda con nostalgia pero que son incapaces de sostener un videojuego. Porque, claro, montar a caballo en 3D, andar por la llanura mientras vemos el sol ponerse o el sistema de Z-targeting, entre otras innovaciones de la época, son bondades ya sepultadas por el paso del tiempo y el progreso tecnológico, que nos ha acostumbrado a lo mismo pero mejor hasta en el juego menos pintado.

Es cierto que, en videojuegos de exploración y descubrimiento, una vez desvelados sus secretos la experiencia queda dañada para siempre. Volver a ellos no nos impide apreciar sus bondades, pero sí experimentar la sensación de misterio y asombro que tanto buscan (y que suele ser lo que nos encandila la primera vez). Yo he jugado Ocarina of Time muchas veces desde que cambiase mi vida allá a finales de los 90, cuando tenía apenas nueve años. Sé que el juego, bajo mi criterio actual, no iba a provocarme arrebato alguno aunque volviese a jugarlo por primera vez, pero me pregunto, si eso fuese posible, hasta qué punto lo consideraría mejor juego de lo que ahora mismo lo considero.