miércoles, 19 de diciembre de 2018

El tiempo (no) lo pondrá en su sitio

La idea de una especie de justicia divina e infalible impartida por el tiempo es ilógica e irreal, una de las mentiras más repetidas (y creídas) referidas a la calidad de las obras de arte.

Hay películas rescatadas por motivos comerciales (¿y si no se hubiesen reeditado?), redescubiertas por algún crítico (¿y si se hubiese dedicado a otra cosa?), y también, del mismo modo, olvidadas o inapreciadas, cuando no directamente desaparecidas. Yo pienso que ese crítico que no nació o se dedicó a otra cosa, que esa empresa que no vio motivo de reeditar, son tan probables como el caso contrario y por tanto se dan. Y luego está la relatividad del asunto: una peli puede ser poco relevante hasta dentro de cien años, o doscientos, eso no lo sabemos. ¿Acaso podríamos afirmar durante los primeros cincuenta que no ha pasado la prueba del tiempo? Más: ¿puede considerarse obra maestra si es difícil o poco accesible para un gran público? Porque, de ser sí la respuesta (y la es, pues una cosa no quita la otra), la conclusión inevitable es que grandes obras caerán irremediablemente en el olvido motivo de la incomprensión. Y así pasa, por desgracia.

Existen artistas y trabajos brillantes que son olvidados o que apenas llegan a gozar de atención alguna vez. Con la cantidad de obras existentes y la velocidad a la que son producidas, sumado al condicionamiento que suponen la mercantilización del arte y las barreras (fronteras, culturas, idiomas...), asumir que tiempo equivale a justicia se convierte en poco más que una quimera, un atajo. Es una premisa fácil de aceptar, y bonita, pero también perezosa ("ya se encargará el tiempo"). Pero el tiempo no se encarga, el tiempo no pone las cosas en su sitio; las personas ponemos las cosas en un sitio, y ese sitio en que algunas personas ponemos las cosas no es necesariamente más justo o más real que aquel en que otros las pusieron antes. Pensar lo contrario significa pensar que los que vinieron antes siempre se equivocaron más y que los que vienen después siempre se equivocarán menos, una idea muy cómoda y aceptada muy relacionada (estimo) al pensamiento científico, con cada nuevo descubrimiento rebatiendo o mejorando o ampliando el anterior. Solo que ciencia y estética no tienen nada que ver. No hay fórmula que explique el valor artístico. Por todo esto, a veces pienso en quienes vinieron antes y si no tendrían a menudo la razón que fácil y equivocadamente les quitamos. Supongo que hay que estudiar más historia.

sábado, 1 de septiembre de 2018

Críticas (videojuegos)

Lake **
God Hand *****
Severed ****
Ape Out ****
Eliza ****
Overwatch *****
The Legend of Zelda: Ocarina of Time **
Frostpunk ***
Silent Hill: Shattered Memories ***
Resonance of Fate **
The Legend of Zelda: Breath of the Wild *****
Yakuza 0 **
Iconoclasts *****
Golf Story ***
Everyday Shooter ***
Celeste **
Butterfly Soup ****
VIDEOBALL *****

Yakuza 0 - Million punch men

A lo mejor no lo aparenta a primera vista, pero Yakuza 0 es un shonen puro y duro. Pero shonen, shonen. Tan shonen como Dragon Ball Z, aunque no se presente con estilo visual animesco. De hecho, es el videojuego más shonenesco que he jugado en mi vida, con todos los dejes y manías y clichés y particularidades del formato. Para que os hagáis una idea, los mandamases de las familias están jerárquicamente organizados en función de su fuerza física, y con (casi) todos ellos nos enfrentamos en un uno pa' uno sin camisa, a veces literalmente. También están ahí la chica inocente e insegura a la que salvar, los tipos duros con corazón de oro, los villanos que te explican sus planes justo antes de pelear contigo, las tropas de sirvientes inútiles que despachar en un santiamén y hasta los pensamientos en voz alta. Solo les faltó que los personajes pongan nombre a sus ataques para gritarlos en combate. Y menos mal.

Yakuza 0 es una fantasía masculina adolescente, una empalmada de esas de ver cómo el prota es el más fuerte y sorprenderse con el vuelco argumental de turno, y es eso por encima de lo demás. Lo es por encima de su recreación de una época y de sus tan peculiares excentricidades. Tened en cuenta que de Shenmue, saga de la cual Yakuza es deudora (algunos dirían sucesora), apenas quedan los cimientos. Se conserva la estructura, pero no la filosofía. Si en Shenmue podíamos abrir cada cajón de nuestra casa, existía un registro climático real de la época y cada ciudadano se regía por un horario, entre otros detalles, en Yakuza vamos de un sitio a otro con la vista pegada en el minimapa y el símbolo que marca el próximo punto al que dirigirse. Shenmue era como era a consecuencia de querer acercarse a un momento y lugar concretos en el tiempo. Se pretendía narrar una historia, seguro, pero igual de importante era para el juego sumergirnos en un mundo. La idea era valerse de una tecnología por aquel entonces puntera para adentrar al jugador en una fantasía que pareciese real. Tan real que pudiésemos tocar todo a nuestro alrededor, que la gente tuviese sus propias vidas e incluso que necesitásemos buscar trabajo y regresar a casa temprano cada noche. Tan real que aconteciese en el mundo real. Pero Yakuza es shonen primero y lo demás después, y por ello se deshace de estas características. Porque para Yakuza la ciudad no es vehículo a una inmersión nextgen, sino un setting adecuado para su trama y un matarratos entre sucesos de la misma. Lo más interesante de la ambientación de época en Yakuza 0 es aprender lo sucias que eran las ciudades japonesas en los 80, repletas de basura en mitad de las calles. La fidelidad de su recreación es anecdótica.

Disipemos ya las dudas: Yakuza 0 es malo. Y no malo por sutiles errores insalvables en el diseño o problemas de difícil solución en su planteamiento, no. Es obviamente malo, salta a la vista. La trama se mueve a base de constantes giros improbables justo-a-tiempo, el guion es tramposo con frecuencia, la navegación se reduce a seguir una flecha en el minimapa, el combate es en exceso repetitivo y el contenido opcional tiene como única baza la excentricidad de su humor. Además, ocurre eso tan común en tantos videojuegos de que la narración principal avanza con urgencia y te mete prisa mientras el mundo está ahí para que te distraigas y pierdas el tiempo. ¡Rápido! ¡Acude a esta persona para poder salvar a aquella! Y de paso échate un billar o dos por el camino.

Como argumento reconciliador, eso sí, está lo coherente y autoconsciente que es la propuesta. Claro que el sistema de juego nace y muere en pegar mamporros a diestro y siniestro, y claro que en un mundo como este, en que lo más importante es la fuerza, terminaremos resolviendo cantidad de secundarias dando palizas a desconocidos. La violencia siempre es la solución en la pueril fantasía masculina de ser el más fuerte, da igual si para derrotar a una yakuza de cientos tú solito o para recuperar el Dragon Quest III robado a un niño. Incluso los característicos cambios de tono del título, con una historia melodramática e intensa por un lado y un contenido opcional absurdo y desenfadado por otro, no son tan distantes como aparentan. Los desarrolladores saben que el juego es una chorrada, hasta cuando se pone en serio, y es eso mismo lo que les permite tomarse las licencias que se toman, ya sea a la hora de colar el enésimo vuelco argumental de turno o de poner al protagonista a hacer el ridículo en algún quehacer opcional. Quiero decir, hay un momento en que nos vemos disparando una pistola desde un coche en marcha para explotar misiles que se dirigen hacia nosotros.

En resumen: que los dos tonos del título, aunque muy contrastados, vienen del mismo sitio. Todo vale en pos de mantener la tensión y echarse unas risas. En ese sentido, Yakuza 0 es un videojuego modesto que se sabe de su clase y no aspira a más. Es conformista y nada pretencioso, por lo que no es particularmente bueno en nada pero tampoco hace daño a nadie.

Volviendo a la comparación con Shenmue, lo que encuentro más interesante de Yakuza 0 tiene que ver precisamente con esa diferencia filosófica entre ambos. Vistos uno al lado del otro, salta pronto a la vista la óptica casi opuesta que adoptan a la hora de acercarse a la vida. Shenmue es humilde: sucede en un pueblo pequeño, manejas a un chico cualquiera y coges cada día el autobús para ir a trabajar al muelle. Yakuza 0, por el contrario, es un videojuego de excesos: sus personajes son mafiosos ricos e influyentes, el melodrama y la acción van pasados de rosca y manejamos ingentes cantidades de dinero. Sobre todo eso, dinero. Esa es la variante clave.

Los dos juegos, seguramente por ambientarse en el mundo real, dan suma importancia al uso del dinero, pero mientras en Shenmue recogíamos una modesta paga cada día antes de salir de casa, en Yakuza 0 saltan billetes por los aires a cada golpe que propinamos a un cualquiera y hasta obtenemos una habilidad para ahorrarnos combates a base de distraer matones tirando dinero al suelo. Los yenes siempre nos sobran y la ciudad se convierte así en un centro comercial gigante en que saciar caprichos: videojuegos, apuestas, restaurantes o licores caros, lo que queramos es nuestro. Si no podemos pedir otro plato no será por quedarnos sin blanca, sino por estar llenos.

La fantasía shonenesca de Yakuza 0, basada principalmente en la violencia, en ser el más fuerte, viene acompañada también de una monetaria. En el mundo en que vivimos, el dinero desbloquea la diversión (¿la felicidad?), o eso sugiere el juego. Con el dinero lo pasamos bien, materializamos nuestros caprichos, y con la fuerza hacemos regir nuestra voluntad y detenemos al que ose contrariarnos. Juntas, estas dos fantasías dan lugar a la de ser un individuo del todo libre, sin ataduras, que decide por sí mismo y hace lo que quiere. Es ser fuerte y cool y respetado y moralmente inquebrantable (no matamos una sola persona en todo el juego), pero también libre para disfrutar la vida sin límites, a nuestra manera, con las comodidades tan adquiridas que ni siquiera tengamos que tomárnosla en serio. Tiene sentido que la saga gire en torno a la yakuza y esté protagonizada por mafiosos: la mafia es poderosa gracias al dinero y el uso de la violencia, y eso le permite campar a sus anchas. Los mafiosos son respetados y hacen lo que quieren.

Que no suene complejo ni profundo nada de esto: Yakuza 0 es un videojuego consciente y orgullosamente simplón. Solo quiere pasarlo bien y no se preocupa mucho del cómo, porque qué más da. De él unas cosas me gustan más, otras menos. Los golpes suenan contundentes y los agarres con cinemática incluida son deliciosos, cambiantes en función de si en el entorno hay un balcón, más enemigos o una pared. Tan solo el sonido de los puñetazos hace sentir la fuerza del impacto, tanto que a veces el tedioso combatir puede hacerse relativamente pasable. El guion, en cambio, hace trampa para sacar a los protagonistas de situaciones de las que no pueden salir moralmente indemnes, les otorga salvaciones que parecen venidas del cielo justo cuando se encuentran entre la espada y la pared y no hay forma de escapar sin ensuciarse las manos. Esto, además de un recurso barato, es decepcionante porque evita que se generen conflictos verdaderamente difíciles de resolver para sus protagonistas, que permanecen así blancos e intachables de principio a fin, sin grises. Y si algo no tiene solución, pues me voy solo y los reviento a todos a puñetazos.

Por su modestia y su estilo simple y directo, con tensión y emoción y risas, aunque sean baratas, el juego puede caer bien con facilidad. A mí me cae bien. Pero que me caiga bien no quita que me haya parecido un coñazo la mayor parte del tiempo, ni que su seria trama principal se me antoje más ridícula que sus pretendidamente ridículas misiones secundarias. Al menos va de cara y sin ínfulas. Eso lo agradezco.



domingo, 19 de agosto de 2018

Everyday Shooter - Zen Arcade

No importa en qué disciplina artística (aunque en unas ocurra más que en otras), siempre existe un diálogo entre autores y críticos. Se suceden las obras, vienen críticos a interpretarlas y de su mirada se nutren otros artistas que crean obras nuevas. Y el círculo se repite, obviando por supuesto que los artistas son cada uno de su madre y de su padre y por tanto los primeros en influirse entre ellos.

Everyday Shooter parece nacido así. Parece un videojuego ensayo, el tipo de obra que usa como base un concepto teórico, o quizá el videojuego que haría un crítico. Porque lo especial del título está en la mirada que arroja sobre un género, en cómo lo reconfigura para ser apreciado desde otro ángulo, solo que esas supuestas palabras en las que se hubiera basado no se habían escrito en 2007. Antes de que ningún crítico lo afirmase, que yo sepa al menos, Everyday Shooter reinterpretó la acción frenética de su género como una danza. Donde todos veían diversión, Everyday Shooter vio belleza, y así es como se adelantó a los críticos.

Mecánicamente, hablamos de un título bastante clásico: ocho niveles, vidas limitadas, esquivar para seguir vivo y disparar para sumar puntos. Es un twin-stick shooter, por lo que disparamos en ocho direcciones que manejamos con la palanca derecha mientras nos desplazamos con la izquierda. Si acaso, llaman la atención la ausencia de power-ups y el detalle de que disparar reduce nuestra velocidad de movimiento. Puede incluso que algunos patrones enemigos, pero el aporte de Everyday Shooter es esencialmente estético.

Como Geometry Wars y quizá algún otro juego del género de la época, yo diría incluso que inspirado en ellos, Everyday Shooter opta por la abstracción para su apartado visual. Pero no abstracción por abstracción, sino como vehículo a una elevación estética. Visto en imágenes, el título no es necesariamente bonito o preciosista, pero la experiencia de jugarlo está más cerca de adjetivos como solemne o espiritual que bombástico o espectacular. Lo que hace Jonathan Mak es simplificar formas y colores para evadirse de casi toda figuración posible, buscando una suerte de pureza en la geometría que recuerda a Platón y su Teoría de las formas. Y esta misma premisa es llevada también al apartado sonoro, pues todo sonido es musicalizado y los niveles duran lo que la pieza que los acompaña (y alrededor de la cual están diseñados). Everyday Shooter es un videojuego cuyo avatar es un punto en lugar de una nave y en que las explosiones son riffs de guitarra en vez de estruendos. 

Para Jonathan Mak el shooter es bello, y esquivar y disparar rodeados de balas un baile. Everyday Shooter es una celebración del género al que alude su nombre, un título que hace de la armonía (y no el ritmo) su herramienta principal. ¿En busca de qué? De una expresión de la belleza del movimiento, de la cualidad estética de la acción en pantalla. Y cuando por fin salimos de una lluvia de balas habiendo encadenado una serie de explosiones geométricas de guitarra eléctrica, con la pantalla limpia de peligros pero repleta de puntos y la música desvaneciéndose, lo entendemos todo. A partir de entonces, es difícil no ver el shooter con otros ojos.




jueves, 9 de agosto de 2018

De remakes y modernización

El año pasado, un remake de Wonder Boy III: The Dragon's Trap del mismo título salió al mercado bajo la máxima de ser cien por cien fiel al original y vendiendo como principal atractivo una vistosa revisión gráfica. El gancho era poder elegir entre el apartado visual original y el nuevo con un solo botón, de forma inmediata y en cualquier momento de la partida.


Teniendo en frente el mismo juego con dos apartados visuales, uno evidentemente superior al otro (más colorido, detallado y bonito), cualquiera pensaría que jugar con el nuevo puesto es mejor por defecto. ¿Para qué conservar el viejo, entonces? El propio tráiler deja caer que por nostalgia ("feeling nostalgic?"), y se me ocurre también que por curiosidad, para el que desconozca la era de los 8 bits ("¿cómo era jugar a finales de los 80?"). Esta característica, sin embargo, nos ayuda a llegar a una conclusión inesperada: la versión original es mejor. El motivo, menos obvio, es una leve disonancia entre la propuesta a nivel interactivo y a nivel visual. De algún modo, aquellos píxeles funcionaban mejor que estos trazos. Iban más acordes a la experiencia.

Lo que ocurre aquí es que los gráficos nuevos son ilustraciones, y las ilustraciones ilustran, son explícitas. Pero Wonder Boy III es un juego repleto de bloques cuadriculados y plataformas rectas flotantes, con una arquitectura ilógica fruto de limitaciones técnicas y una forma de diseñar pensada en torno a ellas. Los píxeles, y no por ser píxeles sino aquellos píxeles, funcionando bajo las mismas limitaciones que todo lo demás, son más vagos y conjugan mejor con la irrealidad de aquella arquitectura digital. Los gráficos nuevos son más cómodos y más bonitos, pero algo no encaja, esos bloques y plataformas se nos antojan raros o fuera de lugar. Los gráficos viejos, en cambio, son mucho menos vistosos por sí mismos, pero potencian la imaginación por su mayor capacidad de abstracción. Son menos explícitos, igual que el diseño de niveles, de modo que la falta de lógica es menos sangrante y nuestra imaginación termina de dar forma a la aventura.


Ocurre un caso parecido con la saga Dragon Quest. Los dos primeros títulos de esta franquicia de RPGs japoneses fueron rehechos siete años después de su salida para Game Boy Color, y así tal vez conseguir el éxito en Estados Unidos que nunca tuvieron los originales. Los remakes cambian muy poca cosa, siendo lo más notable una traducción al inglés decente y un progreso más rápido a la hora de subir niveles con el objetivo de reducir el infame "grindeo" característico de los juegos originales, que obligaba a repetir tediosas batallas aleatorias contra monstruos una y otra vez en busca de dinero y experiencia. En teoría, todo ventajas; en la práctica, no tanto.

Por una parte, el ligero lavado de cara gráfico es insuficiente para esconder las carencias de la consola portátil, que reducen el campo de visión (restando amplitud y con ello sensación de apertura, importante en una aventura a través de bosques y montañas) y eliminan la ventana de combate (perdiéndose inmersión, pues la ventana original centrada, con el terreno que navegamos alrededor, servía para acercar la mirada del jugador a la del personaje en el momento en que se topa con un monstruo). Por otra, y esto es lo más llamativo, la reducción del "grindeo" desajustó el ritmo de la aventura. Sirva de ejemplo el comienzo de Dragon Quest II, donde viajamos tras la pista de un príncipe al que queremos llevar un mensaje. Sabemos de su paradero por lo que nos dice la gente en los lugares que visitamos, pero siempre es tarde y ya ha partido a otra parte en el momento de nuestra llegada. En el juego original, nuestra travesía siempre hacia el norte (creo recordar) es larga debido a que los enemigos ralentizan mucho nuestro avance, haciendo que la distancia de un pueblo a otro se sienta mayor. Mientras, en el remake navegamos de pueblo en pueblo en cuestión de pocos minutos porque los enemigos no suponen una barrera tan grande. En la NES, llegar al siguiente pueblo para ver que el susodicho ya se ha marchado es todo un palo, y cuando por fin das con él se siente como si un arduo viaje hubiese llegado a su fin. En Game Boy rebotas entre pistas tan rápido que no tiene sentido que cada vez que llegues a un pueblo él ya no esté. ¿Cómo le ha dado tiempo a irse? Al final, te topas con él tan rápido que la sensación del juego original de haber cruzado un largo trecho tras su pista es aquí inexistente.


A lo que voy con todo esto es a que los videojuegos son como son debido a una serie de circunstancias muy concretas. Los diseñadores toman decisiones en función de lo que les rodea en el momento, y esto significa que abordar videojuegos viejos desde perspectivas modernas, tratando de lavar las impurezas asociadas a una forma de diseñar pretérita a base de aplicar filosofías actuales, suele ir en detrimento de los mismos y resultar en obras que parecen menos buenas de lo que eran sin que sepamos por qué y aunque todo apunte a que deberían ser mejores. Cuando hasta supuestas mejoras tan irrefutables como perfeccionamiento gráfico o reducción de "grindeo" restan más que suman, conviene plantearse si nuestras ideas modernas de diseño de videojuegos son tan certeras y superiores.

Por suerte, hay algunos ejemplos de remakes que sí funcionan y hasta mejoran los originales. Resident Evil, por ejemplo, es un videojuego cuyos lavados de cara le han hecho mucho bien. Las mejoras en iluminación no solo son de peso en un videojuego de terror, sino que aprovechan la naturaleza de planos fijos del título para hacer del trayecto a través de distintas habitaciones una experiencia estética donde cada ángulo de cámara es un pequeño cuadro en movimiento. Además, ese aire a serie B que traía involuntariamente el juego original se desvanece casi por completo. Así, nos podemos tomar más en serio la propuesta y como resultado nos sumergimos más en ella.


Pero bueno, a pesar de casos positivos como este, que considero minoría, mi consejo es siempre el mismo: ante la duda, ir a la fuente.

domingo, 18 de marzo de 2018

Golf Story - It's a golf, golf world

Enseguida reminiscente a RPGs japoneses de principios de los 90, Golf Story comienza con su protagonista levantándose de la cama para salir a recorrer un colorido y pixelado mundo en perspectiva cenital, subiendo niveles y conociendo gente por el camino. El giro es que donde usualmente lanzamos hechizos y blandimos espadas, sea por turnos o a tiempo real, aquí practicamos golf (que es por turnos y a tiempo real). Esta premisa, poco común por usar un deporte para desarrollar una historia en un mundo fantástico, cobra sentido en cuanto vemos cómo su mezcla de géneros da lugar a una simbiosis: el mundo se nutre del golf y el golf del mundo.

El golf se nutre del mundo porque podemos efectuar un tiro cuando y donde queramos. Lo especial de esta acción es que, pudiendo arrojar la bola en cualquier parte para golpearla en cualquier dirección, pasamos a leer el entorno en clave de golf. Viento, piedras, árboles y lagos dejan de ser una parte del decorado para convertirse en posibles obstáculos a superar (o de los que valerse). En Golf Story, el mundo que nos rodea es uno con el que nos relacionamos a través de un palo y una pelota del mismo modo que el de Tony Hawk's Pro Skater, por ejemplo, es uno con el que nos relacionamos a través de un monopatín. Esto es un videojuego y aquí no hay campos de golf: el mundo es el campo de golf.

De igual modo, el mundo se nutre del golf porque sus circuitos (la parte de competición del juego, a nueve hoyos en lugar de dieciocho) contienen los elementos característicos de cada sitio en que se encuentran. Si visitamos una playa, su circuito estará repleto de islotes de arena en mitad del mar; si paramos por una montaña, serán de esperar fuerte viento cambiante y relieves pronunciados. Así, los hoyos ya no son los monótonos planos verdes de siempre, sino que varían de múltiples formas y, gracias a la fantasía del título, se permiten toda clase de incongruencias en pos de mayor variedad. En ellos intervienen numerosos lagos y búnkers y greens, como siempre, pero también topos y pájaros que mueven la pelota, tortugas marinas cuyos caparazones sirven de trampolines entre islotes, y calabazas que hacen de incómodos muelles en los que rebotan nuestros tiros. Incluso llegamos a jugar sobre hielo, con el deslizamiento que ello conlleva.

Golf Story, en definitiva, se vale de la creatividad del escenario para expandir las posibilidades del deporte. El título dota al golf de un nuevo enfoque sumando al factor precisión uno de exploración, y le otorga mayor sofisticación incrementando el número de variables posibles. Como consecuencia, lo que solemos percibir como un deporte predecible (¿monótono?) es reconvertido, desde una óptica estrictamente videojueguil, en una actividad rebosante de sorpresa, comicidad e ingenio.

Pero el juego, en lugar de explotar al máximo estas cualidades, las deja existir brevemente en su mundo para centrarse en contar una historia infantil y rellenar sus lugares de tareas por miedo a quedar vacío y aburrir al jugador. Es el viejo ansia por contenido tan común en secuelas, que creen (equivocadamente) la calidad de los videojuegos directamente proporcional a la cantidad de opciones disponibles y cosas por hacer. Así, entre una cosa y otra, el tiempo en que de verdad exploramos swing mediante o nos regocijamos en la creatividad de ese golf fantástico se diluye en un mar de recados insulsos y diálogos sin chicha. Correr de un lado a otro o buscar objetos bajo tierra, además de tener que hacer de correveydile forzosamente en numerosas ocasiones, son actividades que ocupan cerca de la mitad del tiempo de juego y que terminan por manchar los hallazgos alcanzados.

El placer del golf en los videojuegos es uno relacionado con el suspense. El cálculo previo en función de múltiples variables y el observar posterior de sus consecuencias: cómo la bola se desvía por el viento, cómo se inclina por una pendiente, cómo frena en superficies blandas o cómo bota poco a poco hasta caminar rasa. Existe una incertidumbre que ocurre desde el momento en que ejecutamos el golpe hasta que la bola se detiene finalmente. De ahí el éxito de Angry Birds, un pseudogolf híper simplificado de consecuencias en cadena.

Golf Story erige un mundo por y para el golf que el jugador explora a través de una pelota, como si se tratase de una aventura. Esa es su mayor baza. Es una lástima, pues, que el título de Sidebar Games no haya ido más lejos en esa dirección y que las numerosas convenciones de género que arrastra lastren una propuesta a todas luces transgresora. Afortunadamente, su brillo todavía reluce en aquellos momentos en que practicamos golf, en que dejamos caer la pelota en cualquier parte y nos preguntamos qué pasará si apuntamos aquí o allí, si ese furgón no podría valernos de pared o aquella tortuga servirnos de atajo al banderín. Y aunque sea solo por eso y a costa de lo demás, el título sobrevive a la losa de sus convenciones.

domingo, 11 de marzo de 2018

NieR: Automata - El camino [de vuelta] del samurái

Texto por: Iván Fariñas

Todo cuanto vive está diseñado para morir. Estamos atrapados a perpetuidad en una espiral infinita de vida y muerte. ¿Será una maldición, o algún tipo de castigo? Pienso a menudo en el dios que nos “bendijo” con este críptico acertijo y me pregunto si tendremos algún día ocasión de matarlo.
2B.

¡Dios ha muerto!  ¡Y nosotros lo hemos matado!¿Qué consuelo queda para los asesinos de todos los asesinos?(...)¿No hemos de convertirnos nosotros mismos en dioses, solo para aparecer dignos ante ellos?
La gaya ciencia, Nietzsche.



Nietzsche no anuncia la muerte de Dios como la celebración en la que el mundo post guerras mundiales la ha convertido. La muerte de Dios, fin de los ideales, supone un largo invierno de principios vitales durante el que se hará acopio de víveres, con la voluntad de aprovechar la fertilidad de una primavera venidera. Pero para ello hay que sembrar.

Tal vez sea posible usar el cadáver de Dios como abono. Yo, que ya no puedo considerarme creado (esto es: necesario-para-algo), sí puedo tratar de recuperar la sensación de aquel que creímos que pudo crear, aunque haya sido asesinado. Entonces, uso la ciencia para convertirme en Dios y creo androides (o a Frankenstein, o a Galatea). Desde esa perspectiva parece enteramente posible retratar la comedia humana a través de androides previa trasposición de términos: humano es a androide lo que Dios es a humano. Con una única diferencia: Dios carece de materialidad, y por lo tanto está fuera de nuestro potencial atacarlo, mientras que androides y humanos existen en el mundo físico, y la rebelión de las creaciones se presume posible (otra obsesión contemporánea, el efecto 2000). A no ser que los humanos no existan tampoco: muriendo se vuelven dioses.




Máquinas: el infierno es el otro


Nos encontramos en medio de una guerra en la Tierra entre máquinas, servidoras de alienígenas, y androides, defensores de los humanos. Estos aparentemente han huido a la Luna para protegerse de la invasión, mientras que de los alienígenas hace tiempo que no se sabe nada. Ambos ejércitos luchan con alta tecnología y están eficientemente organizados: las máquinas por medio de una red que las conecta globalmente y los androides en distintas facciones que colaboran entre ellas. Nosotros encontramos dos: YoRHa, que recuerda a un ejército profesional, y la Resistencia, de apariencia más anárquica. Al entrar en el Campamento de la Resistencia, uno de los primeros detalles que advertí fue el nombre de “Anémona”. 2B, 9S, y todos los androides que fallecen al inicio del juego tienen un código por nombre; pero no Anémona. Después averiguaremos que las letras del código indican la función de un determinado androide dentro de YoRHa: S de Scanner, B de Battle, O de Operator. Al nombre de una flor le falta glamur en comparación. Claro que cuando se vive en la Tierra, y no en un satélite, toda sofisticación sobra. 

La primera parte del juego consiste en realizar una serie de tareas repetitivas destinadas a hacernos entender (de forma un tanto obvia) que las máquinas, al menos algunas, son sumamente parecidas a los humanos. Evidentemente también se parecen a los androides, idea mucho más inmediata en el juego; la diferencia es que nadie prohíbe a las máquinas parecerse a la humanidad, mientras que los de YoRHa tienen prohibidos los sentimientos, concepto a priori representativo de la escritura hiperbólica oriental (no solo japonesa) actual, pero que cobrará sentido más tarde en el argumento.

Durante el curso de esas misiones iremos con frecuencia a la aldea de Pascal, habitada por máquinas que se han desconectado de la “red”. Esta red parece ser una especie de servidor donde las máquinas comparten la totalidad de sus percepciones, de tal modo que los “individuos” que la componen no son tales, sino vectores u órganos de la red. Sin aportar excesivos detalles, es una quest (El recluso) la que aporta la clave fundamental de qué implica esta conexión. En El recluso una máquina joven idea un complejo cierre para no tener que enfrentarse al mundo exterior. Ahora que no sabe qué piensan los demás le resulta terrorífico. 


Otro grupo de máquinas que ha optado por lo mismo ha formado una nación, el Reino del Bosque. Al igual que las de la aldea se han agrupado en torno a una figura de autoridad, la primera de entre ellas que adquiere autoconciencia: Pascal en el caso de la aldea, y el Rey en el Reino del Bosque. El Rey original hace tiempo que se averió, pero su memoria se encuentra protegida en una máquina “bebé”. Curiosamente, las máquinas del Reino del Bosque, si bien no son pacíficas como las de la aldea, nunca nos atacan por el hecho de ser androides sino por poner en peligro a su rey. El tema se repite de forma más extrema en el culto religioso de las máquinas de la fábrica abandonada, que adoran a un líder muerto. 

Los tres segmentos tienen la misma estructura: máquinas desconectadas de la red crean una forma de convivencia colectiva (¿tratando de reproducir las condiciones de la red?) que en último término está destinada al fracaso, por la incapacidad de las máquinas para enfrentarse a su propia individualidad. El rey del bosque está muerto, la muerte no hará dioses a las máquinas de la fábrica y en cuanto a la aldea...parecen ser estos los más cercanos a triunfar en su intento de desconexión. No obstante, tras el ataque que sufren durante la campaña de A2, mostrarán por qué también ellos estaban condenados: el miedo que causa la incertidumbre lleva a los niños de la aldea a suicidarse, y a Pascal, a decisión nuestra, a morir o a perder sus recuerdos. En este caso el fracaso deriva no de la imposibilidad de mantener la convivencia a lo largo del tiempo, sino de no poder conjugar la incertidumbre que implica la individualidad con los peligros de un mundo en conflicto perpetuo.


Hasta este punto las probabilidades de éxito de las máquinas de llevar una existencia no colectiva no parecen amplias. Las dudas se acrecientan cuando conocemos a la encarnación de la red en la Torre: N2, o las niñas rojas (el juego suma y suma desaciertos en el diseño de los personajes). N2 es un ser colectivo omnisciente que se ha construido a sí mismo a partir de datos humanos, pero solo se comprende a sí mismo en el contexto del conflicto: en el momento en que dejamos de atacarle sus infinitos componentes empiezan a divergir, es decir, se individualizan, y comienzan a atacarse entre ellos. 

El desarrollo de la historia de las máquinas corre paralelo a la de los androides, lo que tiene importancia en sí mismo porque esboza que acabarán de la misma manera. Veamos si es así.


domingo, 25 de febrero de 2018

Iconoclasts - Super Nintendo Frankenstein

Iconoclasts es la clase de obra que no tendría sentido sin un montón de años de historia y evolución a sus espaldas, un derivado de derivados de derivados, híbrido de distintas aproximaciones cuya existencia es resultado de querer reimaginar el pasado. Basta con preguntarle por qué para deshacer su lógica: ¿por qué llaves y puertas? ¿Por qué plataformeo? ¿Por qué puzzles? No hay respuesta a ninguna de estas preguntas. O, mejor dicho, la respuesta a todas ellas es la misma: por convención. Porque viene de tal o cual juego. Es la consecuencia de retocar lo retocado, un continuo proceso de reciclaje en que la conexión con la idea inicial se pierde y el significado original se olvida.

El videojuego de Joakim Sandberg es una reimaginación de lo que suponía jugar en la Super Nintendo, de la masa de recuerdos que dejaban —o han dejado— varios títulos japoneses de la época. Llevado a la práctica, esto se traduce en una mezcla del plataformeo con disparos de sus juegos de acción y los intrincados dramas apocalípticos de algunos de sus RPGs, todo envuelto en colorines y pixel art. El título, a menudo encasillado como metroidvania, se acerca más a una amalgama de Mega Man y Zelda (moderno) sobre una plantilla de Metroid Fusion, con ciertos toques del Konami noventero (o del Gunstar Heroes de Treasure, tal vez) y algún que otro ingrediente tomado de otra parte (el tramo final, por ejemplo, recuerda al de Chrono Trigger). Pero no es un metroidvania, y un matiz nos advierte pronto de ello: las puertas importantes no las abren los ítems ni los movimientos, sino la historia. El progreso lo determina la narración, que es el núcleo alrededor del que se construye todo en Iconoclasts, videojuego cuyo objetivo primero es contar una historia a través de una estructura de videojuego tradicional. Y, para asegurarse de hacer funcionar su relato en el esqueleto jugable elegido, Sandberg basa todo el diseño en un fundamento: el ritmo.

Nada más comenzar la aventura, un elemento que llama enseguida la atención es la presencia de autoapuntado cuando disparamos nuestra pistola. Este detalle, poco habitual en juegos del estilo, es el primer indicativo de la preocupación de Joakim por dotar de un ritmo fluido a la aventura. Sandberg es consciente de que, si pretende mantener el pulso narrativo, no puede darse el lujo de entorpecer mucho nuestro avance ni hacernos perder tiempo. Con esto en mente, el sueco toma decisiones que pueden antojarse discutibles durante las primeras horas de juego, cuando uno todavía no termina de entender los derroteros de la propuesta: los enemigos mueren deprisa y son fáciles de evitar (para aligerar el backtracking, ya de por sí escaso), acontecen numerosas escenas cada poco tiempo (para presentar rápido a los personajes y establecer el conflicto cuanto antes), las mejoras opcionales no otorgan gran beneficio (para que no nos detengamos mucho en conseguirlas, salvo completitis grave), y los personajes tienden a aparecer de la nada y justo a tiempo (para mantener la historia avanzando, estemos donde estemos). El juego, además, se libra de casi todo relleno, nunca se demora demasiado en presentar algún nuevo giro en la trama, y no para de sumar conceptos jugables a medida que progresamos. Hasta los jefes, muy numerosos y creativos, están cuidadosamente diseñados para no frenar en seco nuestro periplo; rara será la ocasión en que muramos más de una o dos veces contra ellos. De esta manera, y con los puzzles a modo de pausa entre tanta acción, Iconoclasts conforma un relato complejo y emocionante en menos de la mitad de tiempo que casi cualquier videojuego del estilo.

El título nos pone en la piel de la joven Alondra, mecánica por vocación en mitad de un entramado político-religioso que escala a niveles apocalípticos a medida que avanza la historia. Con cualquier uso de la tecnología prohibido, nos movemos de un lado a otro como fugitivos mientras vamos conociendo a los distintos personajes, que son el punto fuerte del relato, pues funcionan como amplificadores del setting, reflejando las consecuencias de la sociedad sobre las personas y otorgando humanidad y dramatismo al constructo. En el universo distópico de Iconoclasts, los personajes poseen una forma u otra de ver la vida en función de dónde les ha tocado nacer y lo que les ha tocado vivir, factor que, junto a la personalidad propia de cada uno, determina la relación que establecen con el mundo y sus acciones. Esclavos de sus circunstancias, unos individuos entran en conflicto con otros por cuestiones ideológicas sobre las que nunca han tenido verdadero control, en un mundo donde la verdad es un concepto lejano y moldeable y difícil y más relativo que nunca. Esto hace que la línea entre el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, se difumine, de modo que las barbaridades vienen de todas partes y uno, como jugador, no puede sino sentir que no hay solución a los problemas o que ésta, sea cual sea, no puede ser fácil. Suena familiar, ¿a que sí?

En esta tesitura, resulta irónico que la solución venga de parte de una acción simple y libre de ideologías: ayudar a los demás. Alondra, protagonista silenciosa definida tan solo por su afán de asistir desinteresadamente al prójimo, es mecánica por ese mismo motivo. No es cuestión de tecnología, sino de una voluntad por solucionar los problemas de la gente. A través de ella y con su fiel llave inglesa, símbolo inequívoco de reparación, arreglamos los problemas del mundo. Esta característica, que define a la protagonista y determina nuestros pasos, alcanza su punto álgido cerca del final, cuando el juego, que hasta ahora nos había presentado como alma caritativa siempre capaz de resolver hasta el asunto más peliagudo, nos niega la posibilidad de ayudar en un momento crítico. Esta situación, por el momento en que es introducida y la manera en que es resuelta, constituye uno de los instantes más devastadores en cualquier videojuego de plataformas jamás hecho.

Por su necesidad de presentar numerosos personajes, establecer sus motivaciones e hilar los sucesos a través de encuentros entre ellos, Iconoclasts tarda un poco en desvelar sus cualidades. Esta faceta, sumada a su falsa apariencia metroidiana, puede desalentar al jugador durante las primeras horas, que quizá espere algo que nunca llega y no vea en la narración más que interrupciones con largos diálogos. Sin embargo, una vez las numerosas piezas del juego empiezan a dibujar el primer boceto coherente en nuestra cabeza, Iconoclasts despega sin hacer nada y sin que nos demos cuenta, y solo va a más.

Gracias a sus bondades y pese a la limitación de su planteamiento híper reciclado, con un mundo desaprovechado en el apartado jugable, Iconoclasts le hace cuestionarse a uno acerca de las posibilidades narrativas nunca exploradas en videojuegos clásicos. Una vez terminada la partida, no pude evitar hacer conexiones con Mother 3 e imaginar todo lo que aún puede hacerse con géneros tradicionales sin necesidad de grandes giros de tuerca. Como en aquellos videojuegos de Super Nintendo, los créditos de Iconoclasts ruedan agridulces, acompañados de una melodía cálida y la sensación de estar dejando algo bonito atrás. Igual que ellos, también, el título está más cerca del refrito que de la innovación, pero deja una puerta abierta y la impresión de haber subido el listón de nuestra nostalgia.


martes, 20 de febrero de 2018

Celeste - La montaña irritante

Mediante la premisa de una montaña con el poder de materializar los demonios interiores de quienes se adentran en ella, Celeste literaliza el manido recurso de escalar una montaña como metáfora de superación personal. Con esto y una protagonista deprimida en misión de demostrarse su valía a sí misma, el título propone un plataformas como batalla interior contra la negatividad, aunque la importancia dada a tal planteamiento es relativa, situándose el enfoque en la obtención de logros y coleccionables.

En lo relativo al diseño, el videojuego es lo que podríamos considerar un hijo de Super Meat Boy, con numerosas pantallas en las que morimos decenas de veces intentando la misma combinación de maniobras saltimbanquis. Su mayor virtud reside en la exquisita artesanía de tales pantallas, haciendo gala de un diseño de nivel que hará las delicias de speedrunners, completistas, veteranos del género y analistas de YouTube por igual. Sin embargo, esta virtud no es suficiente para librar al título de los defectos asociados a su principio de diseño.

En Celeste, cuando nos topamos con un reto, el modus operandi pasa por identificar la forma en que debemos encararlo (qué movimientos usar, en qué instante y dirección) para a continuación proceder a repetirlo hasta que nos sale bien. Cada pantalla es un pequeño puzzle que se resuelve en apenas unos segundos (o intentos) con el consiguiente ensayo y error a la hora de ejecutar la solución, planteamiento que lo emparenta con muchos videojuegos de puzzles, que emplean el mismo procedimiento pero al revés (el reto es resolver, no ejecutar). La forma difiere, pero la filosofía es la misma. 

El defecto de este principio de diseño se halla en su naturaleza híper limitada, que elimina todo rastro de creatividad y expresión por parte del jugador, característica que se convierte en problema desde el momento en que la propuesta nos sitúa con un cuerpo en un mundo a recorrer. VVVVVV, videojuego de la misma estirpe, combatía esta limitación dándonos un mundo que explorar abiertamente y a través de una mecánica infrautilizada en el género, por ejemplo, pero en Celeste no hay más opción que avanzar en línea recta con la única alternativa de intentar o no retos extra. Además, sus pantallas requieren de un mayor número de movimientos, exigen más precisión y otorgan menos libertad que las del título de Cavanagh. Llegados a determinado nivel del juego, el único punto seguro de cada pantalla es el principio, y una vez dado el primer salto solo queda acertar la secuencia completa o morir. Una y otra vez, el jugador repetirá la misma combinación de movimientos buscando dar con las exactas centésimas de segundo en los exactos píxeles, pantalla tras pantalla. Sin otras aproximaciones posibles, sin nada que pensar.

Cuando el incremento de dificultad se sustenta en reducir nuestro margen de maniobrabilidad, especialmente en un título que ya carece de él en gran medida, el resultado es tedio. Porque por mucho que nos piquen la siguiente pantalla y nuestro afán de superación personal, el acto de navegar en sí mismo no guarda placer alguno, con o sin el contexto de la narración. Narración que, por cierto, tampoco favorece a aquello que el juego busca comunicar.

Desde bien temprano en la aventura, Madeline (la protagonista) tiene que lidiar con la materialización de su parte negativa en forma de espectro, a la que debe evitar para no morir. La existencia de ese yo oscuro como parte divisible de nuestra personalidad implica que sus características no son nosotros, que se tratan de algo sobre lo que no tenemos control, una forma de buscar lástima y perdón sin aceptar nuestra parte de responsabilidad. Hacia dos tercios del juego, más o menos, un giro de los acontecimientos sugiere que la solución a los problemas de ese "otro yo" pasa por aceptarlo abiertamente como parte de nosotros mismos y aprender a convivir con él. Ese momento, en teoría más alineado con la verdad, constituye en realidad un acto hipócrita. El hecho de separar nuestra faceta "mala" o negativa de nuestro yo "normal" contradice la idea de aceptarse a uno mismo, sin importar que el guion pretenda lo contrario a partir de cierto punto. Aceptarse a uno mismo significa entender que se es uno solo, con defectos y virtudes más o menos grandes, no apartar lo que a uno no le interesa y considerarlo "otro yo" a solucionar, aunque sea para luego decir que hemos de aprender a convivir en armonía con él. 

Celeste, en su intento por ser benévolo con un mensaje de autoaceptación, termina siendo, sin querer, inmaduro y victimista. Poner remedio a nuestros defectos (o enfermedades mentales, si se quiere) es difícil, a menudo imposible, pero hay que intentarlo, hay que hacer algo y plantearse que, a veces, si molestamos y hacemos daño es responsabilidad nuestra, no de un extracto de nuestra personalidad sobre el que no siempre tenemos control. No somos el centro del mundo, nuestros problemas no son tan grandes ni tan importantes, y para madurar, para cambiar, el primer paso es pensar un poco más en los demás. Pero el ensimismamiento de Celeste aboga por lo contrario.