sábado, 25 de noviembre de 2017

Butterfly Soup - Que el pasado que no tuviste sea el futuro de quienes están por venir

Tengo una noticia buena y una mala. La buena es que la felicidad existe, la mala es que se experimenta en pasado.

En Quadrilateral Cowboy controlamos a una especie de espía hacker en un universo imaginario de motos voladoras y discos de vinilo. Sacamos nuestro portátil, lo enchufamos a la corriente, y de pronto estamos colándonos in extremis en el edificio más protegido, valiéndonos de agilidad e intelecto para entrar y salir de una pieza. En ese proceso de infiltración se desarrolla casi la totalidad del título, con apenas breves momentos de descanso que sirven de interludio entre misiones: pasar los ratos muertos en el garaje con nuestro equipo, recoger a una compañera por su casa, montar juntas en moto, etc. Llegado el final, tomamos control del personaje por última vez para volver a nuestra vieja habitación. Una vez allí, nos paramos frente al espejo y ocurre una revelación: el reflejo devuelve un rostro envejecido. Quadrilateral Cowboy no es un videojuego sobre infiltración o hackeo o programación, aunque eso sea casi todo lo que hacemos en él, sino sobre cómo lo especial de los momentos es compartirlos y cómo el paso del tiempo nos lo enseña por las malas. Terminado el juego, lo que uno recuerda son aquellos interludios, esos ratitos fugaces aparentemente irrelevantes en que estábamos las tres juntas, da igual si trabajando o matando el tiempo. Lo importante no son los hackeos, sino los compañeros. No es lo que haces, sino con quién lo haces.

Quadrilateral Cowboy entiende que la felicidad se experimenta en pasado, y que uno llega a ella a través de un objeto, de una foto, de un espejo.

Butterfly Soup es igual que Quadrilateral Cowboy. Vale, en realidad no se parece ni en lo blanco del ojo, pero entiende que es la gente que conoces lo que tiñe de felicidad aquello que haces, sea hackear sistemas o jugar a béisbol (o lo que sea). Esta escueta novela visual semianimesca sobre un grupo de pubertos peleándose, haciendo el chorra y jugando béisbol es la fantasía de una adolescencia normal para quienes no experimentan esa felicidad cuando miran atrás. Es, por tanto, una fantasía adulta, aunque la protagonicen niñas adolescentes. Bueno, es adolescente también, un primer vistazo basta para relacionarla al típico anime de escuela y otras novelas visuales semejantes: es igual de simple, a menudo boba, con no pocos pensamientos en voz alta y el mismo sentido del humor, pero prescinde de monstruos y poderes y demás morralla sobrenatural, y no necesita metas ni misterios ni un talento para el prota que nos haga sentir especiales. El título va al grano, es sincero desde el vamos y viene abierto en canal, sin ornamentos. "A game about gay girls playing baseball and falling in love."

Si eres de los que ha arqueado una ceja, espera, que la cosa también va contigo. No importa si no eres chica ni gay ni inmigrante, lo que importa es que, igual que las chavalas de este cuento, te hayas sentido fuera de lugar alguna vez durante esa etapa de tu vida. Puede que te gustasen los cómics, o los videojuegos, o que simplemente fueras introvertido. Y así, de pronto, ya tienes algo en común con unas adolescentes asiáticas gays de Estados Unidos, para poder vivir a través de ellas aquello que anhelas tener por recuerdos. La fantasía aquí es la de divertirte, hacer travesuras y tener un primer amor correspondido, todo ello rodeado de amigos que te quieren. La parte que vais a identificar como vuestra es la fuerte unión que surge de compartir algo que te separa del resto.

Dicho lo dicho, parece mentira que Butterfly Soup sea, además, la propuesta política más afilada de su año. Nadie pensaría que una novela visual, sobre todo una de estas características, podría constituir un argumento político tan tajante, pero su desparpajo es tan contagioso y su lenguaje tan abiertamente generacional que, en el contexto del momento que vivimos, la obra funciona como un acto de resistencia. Mientras Occidente se enfrenta ideológicamente y tensa los límites, cada vez más cerca de estallar, y mientras unos pretenden que las cosas nunca cambien y que el mundo permanezca como ellos lo vivieron, estas cuatro chicas ya son. Ya están jugando, riendo, enamorándose y creciendo. Y la verdad tan aplastante de esas imágenes, de esas niñas experimentando la adolescencia en libertad y felizmente, constata la inevitabilidad del (tan temido por tantos) cambio. De ahí la fuerza política del relato: ya no es opinión, es realidad aconteciendo. Da igual lo que algunos refunfuñen, el futuro está sucediendo. Ya estamos ahí.

Aunque muy modesta, Butterfly Soup es cálida y transparente e inconscientemente radical, más de lo que uno puede decir de casi cualquier relato que nos cuentan en videojuego alguno. En contraposición a la pretensión intelectualoide y ultrarrepetitiva (casi 100 horas) de Persona 5, la gran adolescentada animesca del año pasado, este pseudoanime interactivo te costará menos de 300 minutos y estará dándote algo honesto y personal a cambio. Y quizá, puede ser, un poquito de felicidad.

domingo, 23 de julio de 2017

Sobre la dificultad de Dark Souls y los videojuegos en general

Hace unos meses se abrió un debate acerca de si la saga Souls debería o no añadir un modo que permitiese a quienes no tienen la habilidad (o las ganas) recorrerlo de principio a fin disfrutando únicamente de sus cualidades narrativas. Sin combatir, o al menos sin sufrir por el camino. Tan solo acontecimientos y lore.

La discusión vino y se fue, como tantas otras de índole similar, pero hace poco me topé con esto:



Cuánto egocentrismo y qué poco respeto por la obra.

Si la historia y el trasfondo narrativo son lo único que te importa, existe internet. Es una desfachatez exigir que el autor adapte su obra a tus preferencias personales, más aún si es en contra de su visión, y tachar a la cultura del videojuego de esto o aquello por el pecado de no ceñirse a tus gustos ni hacer caso a tus quejas. Ve y exígele al 2001 de Kubrick que incluya una versión con narrador que aclare lo omitido por elipsis, por ejemplo. Reclámale a Lynch una versión de Twin Peaks explicada y ordenada cronológicamente, que te pierdes y quieres disfrutar de la historia sin tener que pasar por el rompecabezas de descifrarla. 

En el caso de Dark Souls, hay que entender, la dificultad no está ahí porque sí, sino como un ingrediente fundamental de la experiencia que propone: la de hallarse en un lugar hostil e inmisericorde en el que solo a base de esfuerzo y perseverancia puede uno abrirse paso. La dificultad, en este caso, es indispensable para el sentimiento de opresión, para que haya congoja y la amenaza no sea un chiste; si los enemigos fueran débiles, el jugador no tomaría precauciones ni sentiría la tensión o el peligro, y el mundo que habitamos no se correspondería con el que vemos. Negarle esa cualidad a Dark Souls es, directamente y fuera de toda duda, amputar la obra. Alterarla, empeorarla.

Pero es que, encima, a menudo se ignora el hecho de que Dark Souls, precisamente Dark Souls, es un videojuego que toma muy en cuenta estas quejas y otorga facilidades al jugador. Desde el área inicial, una que hace de tutorial y se halla separada del resto del juego, se nos enseña no solo a manejar el personaje, sino a avanzar con cautela y observar el escenario en busca de escondrijos, trampas, y rincones que aprovechar a nuestro favor a la hora de combatir. Es decir, a progresar en el juego. Además, ya fuera del tutorial, cada zona advierte pronto de los peligros que están por venir (en la Fortaleza de Sen, por ejemplo, una baldosa fuera de sitio en la entrada nos avisa de la clase de trampas que encontraremos en su interior), y el juego es lo bastante amable como para otorgarnos ítems curativos ilimitados, comodidad que no estaba presente en Demon's Souls.


Un videojuego debe buscar la accesibilidad a la hora de ser jugado, no de ser terminado. Abogar por lo contrario es darle más importancia al contenido que a la forma de expresión, confundiendo por el camino inclusividad con dificultad. Inclusivo es que cualquiera pueda experimentar la propuesta, no que todos deban llegar al final. Traducir a distintos idiomas poco tiene que ver con hinchar el margen de error del jugador.

Esto, por supuesto, tiene que ver con el tipo de propuesta que se plantee. Si el objetivo principal de un título es desarrollar una narración dramática, como en Heavy RainThree Fourths Home, poco sentido tendría poner excesivas trabas al progreso del jugador. En videojuegos como OutRun o Doom, en cambio, el jugador no necesita llegar al final para percibir la experiencia que propone la obra. De hecho, son mayoría los títulos que no requieren ser terminados para ser entendidos, incluidos muchos con aspiraciones narrativas. Esto nos lleva a otro tema, que es la excesiva duración media de los videojuegos y lo repetitivos (y redundantes) que se vuelven como consecuencia. De ahí su obsesión por contenido y variedad, pero eso, como he dicho, es otro tema.


El dilema, creo yo, reside en una tendencia creciente a ver los videojuegos como narrativa, elemento que muchos contienen pero no son. Muchas de las cada vez más comunes quejas respecto a la dificultad vienen de una parte del sector que desestima la cualidad deportiva de los videojuegos, su componente de reto (que es una facultad inherente al medio, pues los juegos contienen victoria y derrota), en favor de la narración, que es una sola pieza. Porque los videojuegos son un mix de muchas piezas, ninguna de las cuales está siempre por encima de todas las demás.

martes, 11 de julio de 2017

Dunkey & The Critics


Un impostor hubiese dicho que el problema son las notas y que hay que quitarlas.

Pero Dunkey no es un impostor, y lleva tiempo demostrando que humor y crítica no tienen por qué estar reñidos. En su breve y certera crítica a la crítica, Jason (así se llama) habla de la disparidad entre texto y calificación, de la escasez de mirada propia en las reseñas, de la desconexión entre el crítico (individuo) y el sitio que publica, de la política de velocidad en los análisis, de la falta de honestidad e incapacidad léxica de los redactores, e incluso deja caer, probablemente sin darse cuenta, la idea de crítico como autor cuando sugiere que hace falta leer más de una reseña de la misma persona para poder acercarnos a su punto de vista.

Jason, a diferencia de muchos presuntos críticos, tiene una mirada formada, lo que yo suelo llamar visión u óptica del crítico. De quienes hablan sobre videojuegos desde un enfoque crítico, yo distingo tres tipos fundamentales: los críticos, que conforman una minoría y son los que buscan discernir lo bueno de lo malo, lo valioso de lo fraudulento, sean mejores o peores; los periodistas o fans, a quienes solemos leer en las webs arquetípicas redactando los análisis de siempre, con más o menos enfoque literario y notas al alza al final de cada texto; y los academicistas (no confundir con académicos), que es como yo llamo a quienes publican con títulos como "El sistema cuasifractoloide-prousiano de BioShock", como si, a falta de una visión propia definida, quisiesen acercarse al ámbito académico para demostrar su conocimiento o sonar más instruidos. Dunkey, sin ser un crítico en un sentido estricto (hace principalmente ingeniosos y divertidos montajes cómicos), pertenece al primer grupo y es más crítico que la aplastante mayoría de quienes son calificados como tal. Hay más contenido en sus experimentaciones chorra (ensanchan nuestra percepción de los límites de expresión a través del avatar y sus verbos), sus acercamientos a la ambientación (nos muestra con claridad cómo el conjunto de una serie de detalles otorga personalidad a una obra) y sus analogías fast-food (una favorita particular es la de la pizza en su vídeo de Tony Hawk) que en tantísimos ensayos que citan a Freud, Kafka, Lovecraft, y añádanse aquí los nombres ilustres que gusten.


La trampa de tantos y tantos ensayos sobre videojuegos colgados en la red es la de esconder su falta de miras bajo la premisa de que toda obra tiene algo bueno de lo que puede hablarse. Sí, siempre hay algún elemento positivo hasta en la creación más insípida, y al revés, pero es precisamente ahí donde ha de entrar la crítica: que haya bueno en lo malo y malo en lo bueno no implica que todo sea igual de bueno o igual de malo, ni que de todo deba hablarse en los mismos términos o su valor ser estimado como igual. No todo ha de ser elogiado porque entonces nada vale o todo vale poco.

Los vídeos de Jason son ya estupendos sin su parte crítica, pero verle hablar certeramente del nefasto estado de las cosas sin acudir a los comodines de siempre, o casi, dota de mayor valor a su palabra y hará que tenga más en cuenta su opinión en el momento en que la dé. Es un auténtico en un mar de fraudes, sin pretenderlo y sin necesidad alguna de ir con apariencias cultas por delante. Porque no tiene nada que ocultar.

lunes, 26 de junio de 2017

De mi etapa en Ragnarok Online y los videojuegos como mundos.

A todo mi gremio, mis compañeros. A aquellos con quienes compartí tanto, con quienes he perdido contacto, aunque nunca lean esto.


Ragnarok Online es un videojuego tan especial como tú lo hagas, cualidad nada especial que comparte con varios otros títulos del género. Yo lo jugué de los 14 a los 20, con largos parones de por medio y un tramo de tres años (2007 a 2009) bastante intenso, en una etapa de escasas responsabilidades y preocupaciones, acumulando un total de horas que sacaría los colores a cualquiera y exprimiéndolo como si fuese una segunda vida que, confieso, en ocasiones llegaba a ser más primera que segunda. A esperar, lo de siempre: malgastar horas y días y meses repitiendo las mismas acciones aburridas una y otra vez con la promesa de un nivel más, de ese ítem raro que te hará más rico o más fuerte. Es el linaje de Diablo, la peor saga de la historia de los videojuegos. Además, el título era pobre en contenido de inicio, por lo que aumentar su longevidad pasaba forzosamente por constantes actualizaciones y nuevas versiones que, llegados a cierto punto, acabaron por sabotear irremediablemente el sistema de combate para aquellos que jugaban (jugábamos) a nivel competitivo. Era un videojuego mono con una base profunda de combate técnico y táctico en equipo, pero también un grindfest poco inspirado cuyo sistema degeneraba mes a mes, cuesta abajo y sin frenos. Para cuando aprendimos que el cooldown era un parámetro híper moldeable, y que su reducción determinaba drásticamente la letalidad de un equipo, ya había disponible equipamiento que permitía explotar este defecto de diseño ad nauseam. Se volvió la cosa un festín de refresh y autoclicks, pero no quiero entrar en tecnicismos.

En esencia, Ragnarok Online es una experiencia social. Una que merecía la pena, para mí, por sus grandes batallas entre clanes con piques monumentales de por medio. Por su espectro competitivo, en definitiva. Aguantar defendiendo un castillo otra semana más o, al revés, lograr tumbar uno de defensa numantina tras más de un mes de intentos se traducía en risas y vítores y culminaba esa misma noche en el foro de turno, donde un bando se jactaba, otro ponía excusas y el resto encajaba como podía. El núcleo de mis memorias más vívidas es ese, con alguna que otra no relacionada a lo competitivo pero siempre, siempre, en buena compañía. Eso es Ragnarok Online: conocer y compartir, intimar y descubrir, para que el paso del tiempo tiña de agridulce hasta los momentos más anodinos. Yo llevo conmigo muchos de esos momentos, instantes que recordaré siempre, y eso es algo que no puedo condensar en palabras. Hoy rememoro aquello y lo añoro, sufro de nostalgia, y me pregunto qué habrá sido de Elros, de Yaridovich, de Keeks. Me gustaría verles, charlar un rato, en fin.


Una de las grandes búsquedas de los videojuegos, tal vez la mayor de todas, es la de crear mundos. Entornos que se sientan vivos, a los que pertenecer y en los que desarrollar un rol. Parte de la promesa de los mundos abiertos es esa, la de habitar un lugar e introducirnos en su ambiente, y tres cuartos de lo mismo con la realidad virtual, cuya premisa es sumergirnos en otros espacios. La idea que prevalece siempre es la de acceder a otro universo y sentirte parte de él.

En 2002, una serie de animación de título .hack//SIGN (tócate los huevos) proponía un RPG masivo online de realidad virtual en que la línea entre lo real y lo digital llegaba a difuminarse. Aquello (el setting, no el argumento) era la fantasía del futuro último de los videojuegos: otra vida en otro mundo. Y ese mundo, como no podía ser de otro modo, existía en la red, porque los videojuegos con mayor capacidad para conformar mundos son aquellos que nos conectan con otras personas. El ser humano es un ser social, después de todo, y ningún mundo digital es más mundo que aquel en que convivimos con otros; comerciando, luchando con y contra, descubriendo, charlando, conociendo. Cuando, muy lejos de cualquier punto concurrido o de encuentro y en plena soledad, coincidimos con otra persona (que está ahí mismo, en ese mismo instante), interiorizamos sin darnos cuenta que estamos habitando un lugar. Porque la presencia del otro constata la nuestra. Se trata de estar exactamente ahí, en ese preciso intervalo de tiempo, de modo que el encuentro se convierte en una prueba de nuestra existencia.

Pero esta virtud queda opacada por el progresar tedioso e hípermonótono. El defecto de esta clase de videojuegos es que sacrifican funcionalidad en pos de la experiencia social; son superiores como mundos pero inferiores como juegos. Por ello, los mejores videojuegos a la hora de conformar mundos (o los mejores mundos de los videojuegos) serán aquellos capaces de encontrar un equilibrio entre la profundidad de sus espacios virtuales y la calidad de sus sistemas de juego: Breath of the Wild y su Hyrule ultrafísico, The Witcher 3 y la humanidad de sus historias, Fallout y su yermo pluriopcional... Un videojuego individual o que dependa casi por completo de su inteligencia artificial jamás podrá acercarse a la complejidad psicológica de relacionarnos con otros seres humanos, pero cuando un videojuego tiene como cualidad mayor sustituir nuestra realidad física por una virtual, sin posibilidad directa de enriquecer la primera, lo más probable es que los buenos momentos no compensen las horas desperdiciadas, que sin duda serán muchas, y tiempo no nos sobra.


De tanto en cuando, no muy a menudo pero alguna vez, caigo en la tentación y cometo el error de revisar según qué vídeo, de volver a escuchar según qué canción, y me hago daño innecesariamente. Es un escozor dulce, o un regocijo amargo. Imagino que cualquiera reconoce este sentimiento y lo asocia a una serie de vivencias particulares, pero no es menos cierto que resulta imposible compartir la sensación precisa de lo vivido con terceros, porque esas vivencias nos pertenecen tan solo a nosotros mismos, a quiénes éramos en aquel momento del tiempo y la forma concreta en que las recordamos después. Si digo que algunos de los mejores momentos de mi vida pertenecen a este videojuego, hayan ocurrido dentro o fuera de él, ¿cuántos arquearían la ceja? ¿Cuántos lo verían absurdo o lastimoso? El juicio corresponde a otros, pero hay una única certeza: que lo que digo es cierto.


martes, 14 de febrero de 2017

Paterson, Paterson y Paterson. Beet, Beat y Bit.


De Paterson (2016) se repite mucho que muestra aprecio por las pequeñas cosas, que las mira poéticamente y nos revela así su belleza. Y es cierto, pero acabar la frase ahí, sin entrar en cómo o por qué, no nos dice mucho de la película. Paterson es especial porque es original, y es original por dos motivos: su acercamiento a la rutina y su estructura de poema.

Lo primero que salta a la vista en la película de Jarmusch es que no desdeña la rutina, esa faceta de nuestro día a día siempre retratada, con matices que varían ligeramente el enfoque, como equivalente a tiempo desperdiciado. La vida, nos ha insistido una y otra vez la ficción, vale la pena cuando se revuelve y es imprevisible; lo previsible es aburrido y el desorden una aspiración. En Paterson, Jarmusch se acerca a la rutina sin tacharla de monótona o plantearla como un círculo carcelario del que escapar. Más aún, la rutina es embellecida y presentada como el ritmo de la vida. La vida es un poema, nos está diciendo Jarmusch, y, como en la poesía, las repeticiones hacen de rimas. Los días de la semana funcionan como estrofas (cada uno empieza, se desarrolla y acaba de forma parecida), y las coincidencias y reiteraciones que ocurren en ellos (los tres Paterson, los motivos visuales que pinta Laura, la constante aparición de gemelos, enderezar el buzón cada tarde a la vuelta del trabajo, etc.) conforman y hacen rimar los versos. Desde este punto de vista, cada nuevo elemento es un encuentro, un acontecimiento, y los acontecimientos son especiales porque duran apenas un instante; están sujetos a la inevitabilidad del tiempo, y esto los vuelve frágiles. Por eso las pequeñas cosas son bellas, y por eso importan.


En las más de dos décadas que llevamos de un cinismo creciente, Paterson es más relevante que nunca. Nos presenta a un tío que es poeta y conductor de autobús al tiempo, indirecta de la fusión entre vida y poesía que propondrá el film, y nos invita a que le acompañemos durante una semana cualquiera, a ver si cobramos conciencia del valor de lo que nos rodea. Una peli estupenda que usar como arma arrojadiza contra la lacra del cinismo, combatiendo la peligrosa idea de que todo da igual con un brevísimo y potente argumento: estamos vivos, ergo, las cosas importan. 

domingo, 5 de febrero de 2017

No hay crítica de videojuegos en español

Acerca de la crítica

Primero que nada, ¿qué es crítica? Para muchos, crítica es opinión, pero yo discrepo. Crítica es más que solo opinión. Crítica es juicio. Y juicio proviene de justicia, lo que implica una distinción entre bien y mal, verdadero y falso. La acción de criticar es, por tanto, un acto de justicia para quien la lleva a cabo. Notad que el concepto de justicia no existe como tal en la naturaleza, sino que se trata de un constructo (cada país la emplea de un modo, cada individuo la entiende a su manera) al que aceptamos someternos porque, pese a sus agujeros e imperfecciones, comprendemos como un bien mayor. Somos conscientes de que la justicia, como sistema, no puede acabar con el mal (nuestra idea de mal) en el mundo, tal vez ni en cincuenta metros a la redonda, pero la sabemos indispensable. Sócrates llegó a morir por ella, se sacrificó en pos de la justicia como idea y pese a discrepar de la forma concreta en que se manifestaba. 

La crítica, como la justicia, es inherentemente subjetiva pero con vocación de universalidad, e igual que ella, también, supone un acto inútil (porque no elimina los problemas contra los que lucha) pero necesario (porque los combate y regula). Que la crítica dé pie a puntuaciones, listas y cánones no es sino consecuencia de esa voluntad de poner las cosas en su sitio, de distinguir lo malo de lo bueno (y lo bueno de lo excepcional).


Crítica ≠ Periodismo

Crítica y periodismo son dos términos a menudo confundidos como una misma cosa en el mundillo de los videojuegos. ¿Por qué, cuando se habla de periodismo, se supone que la crítica es una parte implícita del mismo? La línea que separa "apreciar la forma de expresión y valorar la respuesta humana ante ella" de "presentar la actualidad verídicamente y con vocación informativa" es lo bastante ancha como para prescindir de cualquier explicación, y, aun así, el malentendido persiste. Ocurre lo siguiente: es la prensa la que publica las críticas, y son los periodistas quienes las escriben. De hecho, los primeros confundidos son ellos, que han desarrollado ambas labores bajo el mismo manto y, como consecuencia, las han asimilado como parte de una misma cosa. Sin embargo, basta un mínimo de labor arqueológica para caer en la cuenta: los buenos críticos no son periodistas. Jed Pressgrove, Christopher Franklin, Ed Smith, Tevis Thompson, Brad Gallaway, Tom Chick, Carolyn Michelle. Ninguno de ellos redacta noticias.

¿Estoy diciendo con esto que los periodistas de videojuegos no son buenos críticos? Sí. Y que sus textos son blandengues y cobardes. Y que tienen mucha culpa del nefasto estado de la crítica en el sector. Porque son demasiado jóvenes y carecen de la seguridad para enfrentar su postura (cuando la tienen, si es que la tienen) a la del resto, porque están coartados por intereses económicos, porque rapidez y actualidad valen más que hondura y calidad en su modelo de negocio, porque sus referentes son escasos e insulares, porque quieren hacer amigos y les da miedo caer mal, porque se han rendido a consensos por comodidad. Porque, por mucho que escriban críticas, no son críticos.


No hay crítica de videojuegos en español

Aunque aparente lo contrario, los análisis en español que leemos aquí y allá, en tal o cual portal informativo, no son crítica. Podemos seguir pretendiendo el tiempo que haga falta, pero en el fondo sabemos (y ellos también, refiriéndome a quienes los escriben) que este paripé de textos aguados y numeritos al alza es esencialmente acrítico. Lo es porque no busca ninguna verdad o justicia, ni tan siquiera propias, y porque se conforma. Pero no puede llamarse crítica si es conformista, pues la crítica nace, precisamente, de la inconformidad (o inconformismo, que suena más bonito), y la inconformidad es la rueda del progreso, porque quien está conforme no se mueve y se estanca. La crítica conformista es, por tanto, una contradicción, un sinsentido. Su única y verdadera utilidad en el mundillo es servir como herramienta publicitaria, poniendo el listón lo suficientemente bajo como para que productoras y desarrolladoras tengan vía libre de repetir formatos agotados tantas veces como haga falta, con un ajuste aquí y otro allá, que los usuarios volverán a comprar. Nota alta y gráficos bonitos, no hace falta más para estar dispuesto a pasar por caja. Es decir, que aunque esta no-crítica se escriba, al menos en teoría, para los jugadores, en realidad les perjudica y beneficia únicamente a las compañías.

Quizá porque asociamos los videojuegos a una edad temprana, porque crecimos con ellos y nuestra nostalgia es fuerte, porque una gran parte de su público sigue siendo muy joven o todo a la vez, entre los jugadores existe un rechazo amplio al acto crítico. Al de verdad, quiero decir. Y esto se traslada, aunque parezca mentira y con la gravedad que ello supone, a la mayoría de supuestos críticos, de periodistas, que se encargan de realizar dicha tarea para medios especializados. El resultado es una burbuja de complacencia, de constante validación ("¡los videojuegos son arte! ¡Son más que simples juegos de críos!"), que encierra y atasca el pensamiento. Todo videojuego técnicamente correcto es bueno y toda obra popular es sobresaliente, tienes que amar los videojuegos y pasarte cada uno dos veces para poder criticarlos, si hablas mal de algo eres un "hater". Pero pedir más a los videojuegos es seña de fe en ellos, no al revés. Solo se es condescendiente con alguien en quien no se cree.

Cuando uno revisa reseñas de un libro, una película o un disco, siempre se topa con posturas diversas, incluso si nos asomamos a obras que han alcanzado cierto consenso. Esto no pasa con los videojuegos. No en español. La diferencia entre las banalidades que escriben unos y otros es tanta como la que hay entre muchas secuelas y la entrega que las precede (y sucede). En todas partes se dice lo mismo, o más o menos lo mismo, de cada título, y no hay quien se atreva (como si requiriese mucho valor) a defender que la saga Uncharted es mediocre y ultraconservadora, o que Undertale son los delirios de un manchild que malentendió Earthbound, por poner algunos ejemplos. Respetar de verdad al lector no es darle palmaditas en la espalda y validar su identidad preadolescente; es desafiarle, expresarse con honestidad y no amilanarse ante quienes pretenden negar, ningunear o acallar.


Colofón

Redacto textos, edito vídeos y escribo lo que hoy escribo como consecuencia de mi desagrado con el estado de las cosas. Lo hago porque creo en ello, no por inercia ni un sueldo ni apetencia esporádica. ¡Claro que no quiero caer mal! ¿Quién querría? Pero, si se da el caso (y se da), lo acepto como gajes del oficio. Viene en el paquete, y yo no estoy aquí para hacer amigos. De todos modos, los críticos no caemos bien.

miércoles, 18 de enero de 2017

Appledelhi Siniz Hesap Lütfen

"Cuando nos conocimos, me dijiste que eras un hombre que ya había muerto una vez. ¿No crees que ya es hora de enterrar a ese muerto?"


Todavía hay quienes no se enteran de qué va Cowboy Bebop.

"Grupo de cazarrecompensas tiene aventuras por el espacio" vale más o menos como sinopsis, pero va siendo hora de que algunos aprendan la diferencia entre tema y argumento. Esto que he puesto es el argumento, "la dolorosa e imborrable huella del pasado en las personas" es el tema. Que Spike tenga un ojo artificial y el brazo izquierdo de Jet sea metálico no son coincidencias; es el rastro del pasado en sus cuerpos, cicatrices físicas de heridas psicológicas aún abiertas. Y el setting también suma, situándose en un futuro de aura añeja, lleno de tierra y cacharros antiguos, con jazz por banda sonora y el sonido nostálgico de una armónica (o un piano, o una cajita de música) acompañando aquí y allá. Y a medida que avanzan los capítulos, ¡uy! Un viejo conocido, y luego otro, y después otro; porque muchos de los conflictos surgen del cruce de los protas con personas que les obligan a confrontar asuntos sin resolver de sus vidas. Así, los episodios se suceden hasta desembocar en un enfrentamiento final con el pasado, inevitable desenlace de la serie. Una y otra vez, por activa y por pasiva, Cowboy Bebop nos dice que no podemos escapar de nuestro pasado.


Appledelhi Siniz Hesap Lütfen, o Appledelhi a secas, es un personaje de Cowboy Bebop. Aparece tan solo en un episodio, ocupa la pantalla menos de cinco minutos en total, y es uno de mis secundarios favoritos en el mundillo de la animación. Lo que hace especial a este personaje en el contexto de la serie es que, a diferencia de los protagonistas (y de todo el mundo), vive únicamente en el presente.  Appledelhi es un tipo que se dedica a trazar mapas en una zona castigada por una frecuente lluvia de meteoritos que altera su orografía de forma constante. ¿De qué sirve hacer un mapa de un relieve en permanente metamorfosis? De nada. ¿A quién se le ocurriría semejante idea? Tan solo a alguien que no repare en el futuro, en objetivos a medio ni largo plazo. Y es que estamos ante un hombre incapaz de recordar cómo se llama su único compañero. Appledelhi no piensa en lo que vendrá ni en lo que ya fue. No vive en el futuro, ergo, no se preocupa; no vive en el pasado, ergo, no se estanca. Y como vive en el presente nada lo encadena, es un hombre libre. La única persona libre de ataduras en Cowboy Bebop. No extraña, por tanto, que sea un padre ausente; primero tiene un hijo sin considerar lo que supondrá, y luego lo deja atrás porque su forma de ser no contempla el apegarse a nada. Appledelhi aparece tan rápido como desaparece y lo hace siempre sin avisar.

Dadas estas características, resulta revelador que su personalidad sea tan vivaracha y, sobre todo, que los guionistas tomasen la decisión de hacerle aparentemente invencible. De un plumazo, con la seguridad y la despreocupación que le caracterizan, Appledelhi mantiene a raya a Jet y Spike con la única ayuda de un par de huevos (de gallina) y sus propias manos. Qué casualidad que el único personaje que nos presentan como ajeno al pasado y el futuro sea el más fuerte y más feliz de cuantos pasan por Cowboy Bebop


Pese a su breve aparición, que no podía ser de otro modo dada la naturaleza de su carácter, Appledelhi supone el mayor contrapunto al tema de la serie. Él también forma parte del pasado de alguien de la tripulación, pero, al mismo tiempo, es una excepción a la máxima del pasado como peso con el que todos cargamos. Este personaje se deja ver en uno de los últimos episodios, justo como antesala del choque final con el pasado de los tripulantes del Bebop. Es la otra cara de la moneda, el contraste que acentúa el discurso de la obra.