sábado, 25 de abril de 2020

Frostpunk - Pragmatismo culpable

Frostpunk es un videojuego muy vinculado a This War of Mine. En cierto sentido, son dos caras de la misma moneda. Tanto uno como otro son videojuegos de supervivencia basados en la gestión de tiempo y recursos con un importante énfasis en la toma de decisiones morales difíciles. Los dos nos sitúan en un escenario catastrófico, funcionan por días (con diferencia entre día y noche), carecen de antagonistas a derrotar, giran alrededor de una narración relativamente concreta y, bueno, están diseñados por el mismo estudio, que también había que decirlo. Si en This War of Mine el mayor obstáculo a nuestra supervivencia era la llegada del invierno, Frostpunk hace de su invierno apocalíptico el enemigo principal. Pero mientras en This War of Mine encarnábamos a unas pocas personas, refugiados víctimas de la guerra en su particular encierro (saliendo a buscar comida y provisiones, cocinando y armando sus propios utensilios), Frostpunk opera como un título de estrategia tradicional: incorpóreos, en perspectiva cenital, manejamos unidades y construimos edificios y aprobamos leyes.

Frostpunk viene diseñado de arriba a abajo como una experiencia de principio y final establecidos en el tiempo. Como resultado, los tempos del juego están lo bastante pautados como para que siempre haya un nuevo giro o imprevisto que llegue justo en el momento (menos) adecuado. Que haya poco tiempo para respirar, que no nos acomodemos, que siempre debamos sacrificar algún plan. Comenzaremos a prosperar, se presentará un nuevo obstáculo, y si sobrevivimos a él vendrá otro más. Y lo hará justo cuando parezca que la cosa empieza a encauzarse.

Su estructura por días es clave a la hora de lograr este efecto: uno no lo sabe, pero el día X ocurrirá tal cosa, el día Y otra y el día Z otra. Tener el tiempo estructurado otorga mayor precisión a los desarrolladores, que conocen los límites de lo que podemos o no conseguir llegados a tal o cual punto del juego y saben así cuándo lanzarnos la siguiente bola curva. Además, en un mundo recién azotado por una catástrofe, donde la narrativa nos sitúa desinformados e incomunicados, cada día que pasa cuenta porque cada día que pasa pueden llegar o no buenas o malas noticias y nosotros, aislados del resto del mundo, poco podemos hacer más que aguantar y tener esperanzas. Esto da lugar a uno de los mejores elementos del juego, las patrullas de expedición, que consisten en asignar a unos pocos la arriesgada tarea de "salir al exterior", de aventurarse allá afuera en busca de algo, lo que sea. Cuando mandamos trabajadores a viajar durante días se siente casi como lanzarnos a lo desconocido, y nos intriga lo que podemos encontrar y qué noticias implicará. ¿Cómo estará todo allá afuera? ¿Descubriremos algo más sobre esta catástrofe? ¿Existe solución? ¿Encontraremos supervivientes? ¿Algún lugar al que emigrar? En esta situación de incertidumbre y desinformación toda noticia es un premio, por lo que la expectación que generan en nosotros las expediciones que enviamos es muy alta.

Pero ni esa gota de ilusión se nos permite. Ante las noticias que traen una y otra vez las expediciones, siempre malas y cada vez peores, el desasosiego ante el futuro por venir aumenta y las esperanzas que al principio poníamos en ellas se desvanecen. Nos preguntamos si en un mundo así, bajo esas condiciones extremas, valdría la pena seguir luchando por la vida, y de rebote cae el pensamiento de si no será este uno de los primeros videojuegos que existan como consecuencia del cambio climático, lo que hace más real el desasosiego. Frostpunk es un título que pesa, desalienta. Es deprimente y descorazonador, más oscuro aún que su predecesor, un videojuego sobre las víctimas inocentes de la guerra.

Esta es la parte que funciona del título, la asociada a su puesta en escena y empleo del tiempo. Pero Frostpunk tiene otras ambiciones. Frostpunk es un videojuego de reconstruir una sociedad, uno en que, por la razón que sea, en este caso una catástrofe, queda en nuestras manos darle un nuevo rumbo. Y esa sociedad es para las personas, no para vencer ni conquistar nada ni a nadie. Aquí es donde entra la acusada faceta moral que tanto lo emparenta a This War of Mine.

El juego parte de un supuesto, y es que el jugador se regirá por un código moral o que, en su defecto, le dolerá renunciar a él. Pero no sucede así. A diferencia de This War of Mine, donde nos poníamos en la piel de unos refugiados, desde dentro y viéndoles las caras, conociéndoles (su forma de ser, sus vicios, sus vidas antes de la guerra), en Frostpunk somos un líder, a efectos prácticos un ente omnipotente que gestiona vidas y cuyo objetivo consiste en hacer prosperar la ciudad para que la población pueda sobrevivir. Miramos desde arriba y no de frente, estamos fuera y no dentro. Esto hace difícil ponernos en la piel de nadie y nos abstrae hasta tal punto de la vida de la gente, de ver a las personas como individuos, que nuestra empatía no se da y terminamos gestionando personas de manera no muy distinta a como gestionamos carbón o acero. Es más, la gente aquí es una molestia. Dos barras de las que nuestra victoria depende, Descontento y Esperanza, intentan que demos más importancia al estado de las personas, pero el resultado es que lo que importa son las barras per se y lo llenas o vacías que están, no la gente, que se vuelve un obstáculo a nuestro control de las mismas.

La cuestión es que si instauro un dogma religioso para acallar gente problemática a las primeras de cambio, me deshago de enfermos terminales y alimento mal a la población para ahorrar suministros sin pestañear, o no me lo pienso dos veces a la hora de legalizar la explotación infantil en pos de mayor rendimiento, la asunción del juego de que mi brújula moral ejercerá peso sobre mis decisiones, y que traicionarla provocará remordimientos en mi conciencia, es errada. Si un mundo plantea a las personas como recursos, estas se vuelven números y el pragmatismo pasa a ser no ya la forma más sencilla de ganar, sino el modo de ver. Es lo que ocurre en esta clase de juegos: el pragmatismo más extremo se convierte en el modus operandi por defecto.

Lo que Frostpunk busca es poner sobre la mesa el factor idealista, que viene a ser el yang del yin que es el proceder pragmático. Pragmatismo versus idealismo, de toda la vida. Ahí radica el interés de la política, al fin y al cabo: la dificultad de mantener los ideales intactos, la imposibilidad de beneficiar a todos y la realidad de que actuar implica siempre daños y perjuicios. Pasarte tus principios por el forro es la vía fácil; ser rectos lo difícil, lo sacrificado. En la vida no nos pasamos nuestros principios por el forro tan fácilmente porque nos importa. Estamos nosotros, que sentimos y padecemos, y están los demás, que nos afectan. Nosotros dependemos, ellos dependen. Y no tenemos otra cosa. Pero los videojuegos no son la vida. Son simulaciones, realidades virtuales alternativas. En un videojuego, para que el jugador elija regirse por sus principios pese a las adversidades has de propiciarlo, has de conseguir que en la balanza pese tanto el apego sentimental como el deseo de vencer, condición que en Frostpunk no llega a darse por la distancia desde la que percibimos las vidas humanas que manejamos. Que el título dé nombre y apellidos a todas las personas no es sino la demostración del fracaso de esta empresa, un intento a todas luces insuficiente por hacer que no las veamos como números. Pero lo hacemos, de modo que los dilemas no se producen y terminamos actuando por mera conveniencia, sin oponer resistencia ideológica al pragmatismo más voraz, que ejerceremos sin arrepentimiento tan pronto la necesidad apriete. La premisa, una catástrofe climática que amenaza la supervivencia de la raza humana, lo pone todavía más difícil: ante una situación límite justificamos la inmoralidad con mayor facilidad.

Cuando, una vez terminada la campaña con éxito, el juego nos pregunta explícitamente si compensa lo sacrificado, si merece la pena la supervivencia de la (¿reprochable?) sociedad que hemos levantado, no puedo evitar cierta lástima. Ahí están. Las intenciones de los desarrolladores al descubierto, ensanchando la distancia entre la experiencia pretendida y la obtenida. En la cabeza del jugador, dos cosas: cómo se supone que debe sentirse (culpable por las decisiones tomadas, pensativo acerca de los límites éticos de nuestra lucha por la supervivencia), y cómo se siente en realidad ("por fin pasó la tormenta").


domingo, 19 de abril de 2020

Cómo valorar un videojuego

Pongamos que habéis jugado todos los FIFA y os preguntan cuál de ellos es mejor. ¿Qué respondéis? Tal vez el más reciente, que es el más avanzado hasta la fecha, aunque sea por puro número de opciones o músculo tecnológico respecto a los anteriores. Quizá optéis por el más redondo, sea por refinamiento o menor número de pifias. Puede que el último que dio algún tipo de salto respecto a los anteriores, incluso si se han seguido puliendo sus aristas en entregas posteriores. O no, a lo mejor el original, por instaurar la fórmula y ser pionero.

La cuestión: no existe un criterio único para valorar videojuegos. Qué sorpresa, ¿verdad? Algunos ejemplos: influencia, originalidad, balance. ¿Más? Ok, añadamos factor tiempo: ¿es mejor el videojuego que impacta fuertemente, aunque envejezca al ser superado, o el que no causa gran impresión pero es igual o más apreciado veinte años después? ¿Es Call of Duty: Advanced Warfare superior o inferior a GoldenEye 007? Salto adelante versus perennidad, balance versus sublimidad. Cuanto más ahonda uno, más complicado se vuelve. ¿Nos quedamos con el juego que inventó pero no funcionó del todo o con el que copió para convertirse en un éxito e inspirar a más creadores? Maldita sea, así no es tan fácil establecer un criterio en base al cual valorar coherentemente todos los videojuegos que jugamos.

La cuestión 2: no solo no existe un criterio único, sino que, de los muchos posibles, no podemos elegir uno en el que basarnos e ignorar el resto. Bueno, sí podemos, pero las personas no funcionamos así. Las personas empleamos distintos criterios al mismo tiempo. Criterios sujetos a (o determinados por) los límites de nuestra experiencia. O sea, que los criterios (universales) determinan el criterio (personal). El criterio es un conjunto de criterios.

Vale, se vuelve un pelín farragoso el asunto, pero si somos ordenados seguro que podemos simplificarlo. Pongamos un ejemplo, venga. Desglosemos un criterio. A Avelino, que tiende a valorar mucho la originalidad y poco la influencia, le vamos a ordenar sus criterios así:

1. Originalidad.
2. Innovación.
3. Coherencia.
4. Belleza.
5. Influencia.

No sé por qué, pero me acabo de acordar de la puntuación final de algunas webs de videojuegos. Pero bueno, parece que a pesar de lo complejo del asunto de la valoración, identificando los distintos criterios empleados por Avelino, y la importancia que adquiere para él cada uno, somos capaces de sistematizar su criterio. No un criterio universal que determine los mejores videojuegos, porque a saber cómo demonios haríamos eso, pero al menos el sistema de reglas por el que se rige el suyo particular. En teoría, entonces, cualquiera podría llegar a las mismas conclusiones si emplease ese criterio, e incluso existiría la posibilidad del consenso siempre y cuando nos ciñésemos al sistema en cuestión. Lo malo es que Avelino me ha dicho que Shinobi, un clon de Rolling Thunder, le parece superior a Rolling Thunder, y que el tercer Tony Hawk, secuela de secuela que no añade gran cosa a la fórmula, es mejor que los dos anteriores. Ups, no encaja. Su criterio no se corresponde con estas dos afirmaciones. Deben ser contradicciones.

Pero no lo son, porque Avelino se ha regido por la verdad inexorable de su experiencia. Contradecirse sería experimentar una cosa y opinar otra. El pseudocriterio que hemos pseudodeducido es una simplificación imprecisa de la sofisticación del gusto estético. De un gusto estético. Un sistema fruto de querer poner orden en la complejidad de la experiencia, o del arte, o de ambas. Pero la realidad de la experiencia viene primero, el sistema después. No puede uno achacarle a Avelino hipocresía por no ajustar la realidad que él experimenta a una estimación de su complejidad hecha a posteriori. ¿Existe, pues, verdad en estas ideas? ¿En todo este rollo de belleza y sublimidad y balance y etcéteras? Sí, pero esta no es absoluta. Las ideas son aproximaciones, no máximas. Por tanto, Avelino no se contradice; nuestros sistemas son falibles. La cuestión (3) es que los factores que determinan el criterio no funcionan por separado, y la mezcla de ellos, por sólida que aspire a ser, no es inmutable. Dicho de otro modo: cada uno de los factores no pesa igual en cada una de las experiencias.

Entonces, ¿qué hacemos? ¿Cómo ponemos orden en el caos de nuestra percepción? Si le preguntásemos a Avelino, él diría que este es un dilema que lleva años rondando su cabeza, y que la conclusión a la que ha llegado (aunque de conclusión tiene poco, pues la duda persiste) está en un factor subjetivísimo determinante: el placer. El placer es el criterio estético definitivo, aquel bajo el que operan los demás. El placer, que existe condicionado por el resto de factores, se eleva por encima de todos ellos. Los domina, los subyuga. No importa lo innovador o influyente que sea un videojuego si no produce placer alguno en quien lo juega. Ni siquiera la belleza, criterio clásico por antonomasia en esto del arte, se libra de ser apenas una forma (o fuente) de placer. Pero hay otras, ninguna de las cuales escapa a sus leyes. Así, la valoración final, por racional o coherente con una línea de pensamiento que pretenda ser, siempre estará supeditada al disfrute personal. Y no debe ser de otro modo, pues la verdad, en estética, no se puede hallar sino en la experiencia vivida, que es la que sabemos auténtica, contrariamente a la idea de extraerse del yo (lo personal) para alcanzarla a través de una presunta mirada objetiva que jamás podrá ser, pues nosotros somos nosotros y nadie ni nada más. Una mirada pretendidamente global, o de otro/s, no es de nadie y como consecuencia resulta falsa.

Lo que esto implica, aunque haya a quien no le agrade, es que el criterio (y la crítica, aprovecho) es materia hipersubjetiva. No tiene más criterio ni se acerca más a verdad u objetividad alguna quien asegura admitir la calidad de algo que no le gusta. De hecho, es justo al revés. Las personas que demuestran criterio son las que abrazan por completo su subjetividad y logran descifrar sus claves, o algunas de ellas. Los sistemas deben partir de esas claves y ser una ayuda, no una máxima. Sucumbir a ellos a costa de nuestra individualidad, por contradictoria que en ocasiones aparente ser, implica alejarse de la verdad en primera instancia y fallarnos a nosotros mismos en última. O sea, que no deben operar como sistemas, sino como datos. Simplificando (todavía más) a lo bruto, digamos que el criterio surge de una mezcla de corazón y cabeza donde el corazón es el placer y la cabeza el resto de criterios sobre los que se sostiene. El criterio es el gusto informado. O eso cree Avelino, en cualquier caso.

Ni todo da igual y todas las opiniones tienen el mismo valor, ni existe una única verdad de la que ser o no partícipe. Las verdades son múltiples y subjetivas, y no por ello dejan de ser verdades ni dejan de existir falsedades o mentiras. ¿Cómo identificamos la verdad, entonces? Lamentablemente, no sé la respuesta a esta pregunta. Tal vez no la haya. Pero sé una cosa: cuando uno lee o escucha a alguien y se topa con ella, la subjetividad del otro resuena con la propia de tal forma que lo notamos inmediatamente. "Es eso, es exactamente eso". Es entonces cuando nos damos cuenta, cuando la vemos, incluso si nuestra subjetividad y la comunicada no coinciden. "Joder, es verdad".

domingo, 5 de abril de 2020

Silent Hill: Shattered Memories - Terror psicológico

[ SPOILERS en el último párrafo ]

"Quiero que sepa que esto será distinto. Avanzaremos a su ritmo. Sin notas. Sin medicación. Sin teorías. Volveremos al principio y comprenderemos lo que ocurrió."

Cuando el doctor Kaufman enuncia estas palabras mirando a cámara al comienzo de Shattered Memories no lo sabemos, pero suponen una declaración de intenciones. Explícito en la escena, el terapeuta dirigiéndose al paciente que controlamos para informarle de un tratamiento poco ortodoxo; implícito, Sam Barlow avisando al jugador de que este Silent Hill no va a ser como los demás. Silent Hill: Shattered Memories no es solo una reimaginación argumental del título original, sino una reinterpretación de Silent Hill como saga. Una vuelta al principio, borrón y cuenta nueva, para rehacer la franquicia desde sus cimientos. Y los objetivos parecen ser dos: adaptar la experiencia a un rango más amplio de jugadores (filosofía coherente con la Wii, consola para la que fue diseñada) y librarse de todos aquellos problemas e incoherencias que han lastrado el potencial de los juegos originales.

Pues nada, que adiós al viejo sistema de juego. Adiós armas, munición y botiquines. Adiós ir y volver en busca de objetos para poder avanzar, adiós control de tanque y adiós ángulos de cámara cambiantes. Adiós, en definitiva, a una navegación sin identidad herencia de Alone in the Dark y Resident Evil. Porque, en Silent Hill, el sistema jugable era eso: mera herencia. Hacía falta una base interactiva sobre la que verter las ideas temáticas y ambientales que definirían sus entregas, al fin y al cabo. ¿Que queremos un juego de terror? Pues usemos la plantilla "survival horror". Téngase en cuenta que a finales de los 90 los videojuegos apenas estaban entrando en el 3D y asuntos como la cámara o las mecánicas para dar miedo estaban aún explorándose. Ya en 2009, con la tecnología y el conocimiento adquiridos tras diez años, Shattered Memories podría tomar decisiones poco probables en 1999 y solventar así numerosos defectos. Rastrear un nivel entero en busca de llaves y combinaciones varias para poder abrir una pequeña caja híper asegurada que guarda un mechón de pelo dentro, y combinar ese mechón con un anzuelo para introducirlo por un desagüe y sacar una llave con la que abrir una puerta, es el tipo de proceder absurdo que no se repetirá en Shattered Memories. Los acertijos permanecerán, pero adoptando un mínimo de realismo y operando siempre bajo una lógica interna. Además, por su enfoque a la Silent Hill 2 (esto es, acercarse al horror desde una óptica íntima y psicológica en lugar de mediante subtramas ocultistas que den explicación a los acontecimientos), el título llegará incluso a eliminar el sistema de combate. Si los monstruos van a ser manifestaciones físicas de nuestros temores o debilidades personales, como ocurría en la entrega de 2001, ¿qué sentido tendría que pudiésemos matarlos? Ni los traumas ni los miedos desaparecen con violencia. No podemos deshacernos de nuestros demonios internos a balazos. Así pues, en esta ocasión estaremos indefensos ante ellos. Peor aún, seremos perseguidos. Eso hacen las peores pesadillas, ¿no? Perseguirnos.

Basándose, como digo, sobre todo en la segunda entrega de la franquicia, Shattered Memories pone el foco en las relaciones personales y el peso psicológico que ejercen sobre nosotros. Recordemos que el juego de 2001 comenzaba y terminaba con una íntima carta dirigida al protagonista de parte de su difunta esposa, en él nuestro motor de búsqueda era sentimental, y se hacía hincapié en el dolor causado por los traumas del pasado. Pero no era solo Silent Hill 2. En realidad, la saga siempre ha tenido ciertas ambiciones sentimentales, con historias de búsqueda y pérdida de seres queridos y subtramas por las que asoma dolor personal. Una pista que ayuda a darse cuenta es la banda sonora, repleta de icónicas piezas melancólicas a menudo asociadas a personajes, dejando entrever la humanidad que esconden estos juegos. Sin embargo, estas cualidades siempre han quedado opacadas por el miedo y lo abyecto del setting. El horror de monstruos, óxido, sangre y deformidad arquitectónica ha estado siempre por delante de la faceta humana, aplastándola en la memoria, cuando no directamente haciéndola pasar desapercibida. ¿Qué recuerdan más quienes juegan Silent Hill? ¿La tristeza de sus historias o el horror de su puesta en escena?

Aclaro todo esto porque Shattered Memories, sabiéndose primordialmente un videojuego sobre los recovecos de la psique humana, se convierte en el primer Silent Hill que pone su tema por delante de su tono. Es decir, que hace primar la expresión de soledad, tristeza, miedo y confusión asociados al pasado de las personas sobre la aversión y el horror fruto de sus acontecimientos y puesta en escena. Esta es su máxima, y el título vuelca sus esfuerzos en no entorpecerla. ¿Que el enfoque está puesto en la mente y su distorsión de la realidad? Pues ahora realizamos tests psicológicos cuyos resultados modifican detalles del mundo a nuestro alrededor, incluida la forma de los monstruos. ¿Que se hace énfasis en los traumas del pasado? Los ítems pasan de ser partes de un puzzle a objetos asociados a recuerdos (se llaman mementos in-game), y la tradicional estática que avisaba de proximidad de peligro ahora nos conduce a revelaciones de sucesos pretéritos. La primera escena que vemos nos muestra un viejo vídeo familiar en repeat. El juego lleva por título "recuerdos hechos pedazos", o "recuerdos hechos añicos". Blanco y en botella.

El resultado final de estas decisiones es un videojuego más cercano al thriller psicológico que al survival horror. Mucho más enfocado y coherente, menos farragoso y chapucero, pero también, como contraparte, algo blando culpa de una estructura predecible. El juego separa los momentos de exploración de los de acción (mundo real versus mundo de pesadilla), evitando pronto el miedo a encontrarse con algún monstruo o amenaza mientras avanzamos fuera de la dimensión pesadillesca en que habitan. Así, toda tensión al recorrer el pueblo y sus edificios se desvanece y la navegación se vuelve un paseo. El jugador, que ahora se desplaza cómodamente sabiendo cuándo hay o deja de haber peligro, puede llegar a sentir que el juego no le involucra lo suficiente. A cambio, eso sí, las secciones de pesadilla resultan en logrados momentos de estrés gracias a lo rápido que nos persiguen los enemigos, nuestra indefensión ante ellos, y lo laberíntico de los escenarios. Concretamente, el detalle de no poder mirar el mapa con el juego pausado, y de tener que dejar de correr para hacerlo, catapulta la tensión en esos momentos en que nos perdemos entre laberintos de puertas con monstruos persiguiéndonos, pues urge saber por dónde ir pero abrir el mapa resulta demasiado arriesgado. Y es que el juego está plagado de pequeños detalles de gran factura que favorecen la inmersión. Verme huyendo y mirar constantemente atrás para comprobar si había dado o no esquinazo a los bichos fue también una constante durante las persecuciones. ¿Una mecánica para mirar atrás rápidamente en un juego en que huyes de monstruos? Es tan elemental que cabe preguntarse por qué no se hace así en todos los videojuegos de terror.

Si uno repasa, no para de encontrar ejemplos. Por poner uno, a mí me gusta mucho la forma de abrir puertas, teniendo que empujar manualmente mientras la cámara cambia a primera persona para asomarse poco a poco, dando protagonismo al simple hecho de pasar de una sala a otra y aumentando la expectativa de qué habrá al otro lado. Algo tan sencillo como apuntar con la linterna usando el mando de Wii refuerza el acto de explorar el entorno (apuntamos allá donde queramos mirar), y poder escuchar mensajes de voz mientras andamos gracias al teléfono móvil supone otro leve repunte a la inmersión, aunque sea por mera semejanza con la realidad. Y como este es un videojuego sobre personas, qué menos que perfilarlas bien. Los personajes parecen, por primera vez en la saga, seres humanos. Gente. Por su lenguaje corporal y manera de hablar, por la naturalidad que desprenden, algo no muy común en el medio.

Shattered Memories está repleto de esta clase de atención al detalle, aunque, lamentablemente, nada de lo mencionado sirve para mejorar la estructura de juego ni basta para solucionar lo soso de la navegación. Lo mejor del juego, al final, está en el conglomerado narrativo resultante de encajar sus piezas. La extraña búsqueda de Harry, el protagonista, es recontextualizada una vez terminado el juego, momento en que el viaje cobra sentido para el jugador y la poética de su engranaje es revelada.

En el universo planteado por Shattered Memories, las creaciones de la mente se vuelven reales, y así Harry, una mezcla de recuerdos e imaginación que solo existe en la cabeza de su hija (Cheryl), cobra vida y conciencia propia gracias a la magia de Silent Hill. A través de la manifestación física del Harry que Cheryl ha creado, vagamos por un Silent Hill a medio camino entre la realidad y el subconsciente de ella hasta llegar a la consulta del doctor Kaufman, convenientemente emplazada en un faro como símbolo del terapeuta guiándonos (a Cheryl y al jugador) hacia la verdad. Allí, padre imaginario e hija se verán cara a cara, metáfora de ella confrontando finalmente su pasado. El desenlace, que varía entre diversas formas de negación y aceptación y dibuja una imagen de Harry distinta dependiendo del perfil psicológico consecuencia de las acciones y elecciones del jugador, resulta invariablemente triste y pone punto y final al juego de manera poderosamente emotiva, con uno de los momentos más tristes de videojuego alguno en su generación.