sábado, 5 de noviembre de 2016

One Punch Man: otra flipada con disfraz

Dos años o más sin ver una sola serie anime, porque ya sabéis qué opino de ellas en general, para acabar arrastrado a One Punch Man. Unos hablaban de parodia y otros de deconstrucción, unos de comedia y otros de acción, y con tantos avatares del calvito tentándome por la red no quedó sino saciar la curiosidad. Porque eran doce capítulos, claro, o los dos años hubiesen sido tres y contando.


Que no os engañe la alopecia del prota, One Punch Man es otra fantasía falocéntrica del subgénero yo-la-tengo-más-grande cuyo máximo propósito es empalmar al espectador y que, por el hecho de contar con un protagonista cómico que rechaza frontalmente algunos clichés del género (no todos), a menudo es confundida por algo que no es. Comprendo a quienes tras el primer capítulo piensen en parodia o deconstrucción, pero poco tarda la narración en destapar sus colores y dejar claro que la fórmula está más cerca de Dragon Ball Z que de Bobobo. Llegada a su ecuador, la serie ha derivado tanto hacia la hipérbole de poder y los piques de superioridad que no cabe atisbo de duda: es Otro Shonen™, y el énfasis en la espectacularidad de las batallas (y en los luchadores, su fuerza y habilidades) lo confirma. La intro ya lo avisa: esto va de fliparse. El careto y la actitud pasota del protagonista pueden sugerir parodia, pero apenas existe burla y la acción se desarrolla de manera convencional; saber de antemano cómo terminarán las peleas tal vez parezca un cambio notable, pero en One Piece también sabemos que Luffy no morirá y los buenos terminarán venciendo. Que exista comedia no implica que estemos ante una parodia, y que el protagonista suponga un giro de tuerca al typical-anime-hero no basta para hablar de deconstruir nada. Al final, lo más importante para One Punch Man es lo de siempre, "que las peleas molen", y, salvando el personaje de Saitama, la diferencia entre la receta de One Punch Man y la de Dragon Ball Z resulta casi inapreciable: vendrá un enemigo más poderoso que el anterior, hará trizas a muchos de los buenos, y aparecerá el héroe para salvar el día. Rinse and repeat. El matiz es que la cosa no va tanto de cómo acabará la pelea, sino de empalmar al espectador con la superioridad de Saitama. Por eso es importante que el mundo no le reconozca, para que así ansiemos el momento en que demuestre sus cualidades ante los demás. El sentido (o espejismo) de progresión existe, solo que en forma de reconocimiento en lugar de poder (un ranking otorga calificaciones y posiciona a los héroes, comenzando el protagonista muy abajo y subiendo poco a poco).


Lo que digo es que, aunque se trate también de una comedia, One Punch Man se sigue primordialmente como anime de acción; su núcleo central son los combates, utiliza secundarios para que pueda existir tensión en las batallas, y cada enfrentamiento está asombrosamente animado para impresionar. Sospecho que su apariencia genera falsas expectativas y (sobre)valoraciones, pero el posible disfrute no viene de ninguna audacia ni vuelta de tuerca, sino de lo mismo de siempre, y quien abogue por lo contrario se engaña a sí mismo. Si One Punch Man es más que solo un shonen, y esto ya es mucho suponer y más conceder, entonces es un post-shonen: en lugar de acontecer durante una etapa de progreso (los tres años de entrenamiento de Saitama), el show reduce lo que hubiese sido su inicio arquetípico a un flashback y da comienzo cuando el protagonista ya no tiene rival ni objetivo. Y encima lo pintan calvo, como si ya no quedasen plátanos que brotarle del cráneo. Vamos, que la trama se sitúa justo después de donde acabaría cualquier otro show del género, y esto lleva a algunas peculiaridades de cierto interés, siendo la más notoria la de abordar la figura del héroe desde una perspectiva revisionista. La serie parece preguntarse qué significa ser el mejor en general y un héroe en particular, proponiendo posibles respuestas que son rebatidas una tras otra. No hay ambición (Genos), calificación (ídem), reconocimiento (Sweet Mask) o actitud (Licence-less Rider) que defina al verdadero héroe o, si queréis verlo en un sentido amplio, al que es superior en algo. Saitama es retratado como un héroe nato ya desde el recuerdo de su primer rescate, y su capacidad escapa a toda etiqueta y preconcepción. Quien realmente es especial, parece el autor decirnos, no es ni el más inteligente, ni el más destacado, ni el más carismático, ni el más conocido, ni el más preparado, ni el que más lo aparenta, ni el que mejores palabras tiene, y ni siquiera el más perfecto, sino el que, por alguna razón que se nos escapa (un don, tal vez), siempre llega más lejos. Y esos pocos no estarán satisfechos con ello, porque por naturaleza queremos lo que no tenemos.


La premisa de la que parte One Punch Man, unida a esto último que comento, puede hacer que uno imagine algo menos plano y convencional de lo que se encuentra finalmente. El sabor de boca que me quedó a mí tras ver el último episodio es el de una serie perfecta para fans de Toriyama acomplejados (o no), y yo no soporto Dragon Ball Z.

Última vez que hablo de anime. Una espinita menos.

sábado, 15 de octubre de 2016

El músico que ganó el Nobel de Literatura


Como alguien que piensa que Dylan es el mejor en lo suyo*, es decir, el mejor en esto que llamamos música, y tendríamos que retroceder hasta Bach o Beethoven para comparar en alcance y cantidad de obras maestras (comparación que yo desde luego no haré, por la enorme brecha que los separa y por mi desconocimiento en materia de música culta, que no oculto), quiero decir que expresar con palabras por qué un disco o canción son buenos es muy distinto a hacer lo propio sobre un cuadro, un libro o una película. La música funciona de otra manera, es un lenguaje diferente, más alejado de las palabras que la mayoría, y eso se nota enseguida leyendo crítica musical, la más difícil de elaborar y la que menos alcanza a revelar sobre aquello que aborda. Podría argumentarse que esto es debido a nuestra escasa formación; la educación musical que se imparte en los colegios, después de todo y aunque algo ayuda, no da para que alguien comprenda y aprecie el talento de Dylan (o de tantos otros). Eso, me temo, es tarea de la sensibilidad y el criterio, que pueden fraguarse pero no en todos y no tan fácilmente. Una persona con estudios de conservatorio puede saberlo todo de teoría musical, alguno incluso contar con un oído excepcional, y eso no significará que sepa distinguir un truño de una obra maestra. Porque lo técnico y lo estético no son lo mismo. 

Bob Dylan ha sido galardonado con el Nobel de Literatura 2016, y lo visto a continuación se resume en unos situándose en contra para otros salir en su defensa. Ocurre que no hay Nobel de música y a Dylan tenían que darle uno rapidito, que está viejo, y dudo que con el de química hubiese colado. Puede sonar esto a chapuza o falta de seriedad, pero basta con echar un vistazo a anteriores nobeles de la paz (todavía escuecen los recientes galardones a Obama y la Unión Europea, por citar ejemplos conocidos) para volver a este y pensar que, oye, tampoco es tan descabellado: el artista más versionado de nuestra era, probablemente de la historia, renovador de la escena folk y revolucionario de la música rock. Y en todo ello han jugado un papel fundamental sus letras, que forman parte de ese legado. Teniendo en cuenta, además, el impacto cultural que ha supuesto esa parte de la música popular que es el rock a lo largo y ancho del globo, no es hipérbole afirmar que Dylan ha contribuido a la difusión y metamorfosis del folclore norteamericano, que hoy día es el más expandido del mundo, le duela a quien le duela. Ahora bien, explicar por qué el señor Zimmerman en particular es tan bueno resulta complicado, y lo poquito que podría llegar a decir posiblemente no serviría para hacer comprender a otros de lo que hablo. Eso yo, que me conozco bien su obra (treinta y largos discos de estudio y alguna cosa más). Otros repetirán las obviedades de siempre y proseguirá el círculo de nadería. Y otros se esforzarán rigurosamente y no serán escuchados.


Lo que me alegra del Nobel es que gracias a él muchos se acercarán a la obra del de Minnesota, algo que en mi opinión hace mucha falta porque es un autor disparatadamente malentendido, encasillado a menudo como folkie o cantante protesta y del que solo parece existir su primera etapa (parcialmente, para colmo, pues ni siquiera esta se conoce bien fuera de círculos de fans y entendidos). Es muy fácil defender Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde como trabajos revolucionarios cuando lleva décadas repitiéndose, o escuchar hits como Blowin' in the Wind, The Times They Are a-Changin' y otros tantos y sentenciar sin conocimiento de causa que "Dylan es un maestro", pero no veo a mucha gente hablar de sus trabajos posteriores a los 60, que son casi toda su carrera. Ya no era novedad, claro. ¿Qué más da si ha seguido haciendo obras maestras? ¿Y qué más da si algunas de las mayores las ha grabado en este siglo? A nadie le importa. Ya no forma parte de algo, ya no se le puede encasillar en ninguna ola, ya quedó como reliquia viviente para el resto del mundo, que solo parece interesarse por su figura como icono para el imaginario colectivo. Mientras tanto, Robert Allen Zimmerman continúa inalterable, haciendo lo que siempre hizo, caminando su senda propia y tan solo como cuando empezó, acaso con mayor fama e incomprensión. Y sin descanso seguirá componiendo y grabando, apartado de expectativas, modas y tendencias, hasta el día en que se le agote la vida. 

Si entendemos que la poesía puede hacerse con más que palabras, qué menos que celebrar a un autor tan extraño y genial, venga el viento de donde venga.


* Aunque en mi podio personal figura el Neil Young joven, cuestión de afinidades muy marcadas.

lunes, 26 de septiembre de 2016

Acerca de puntuar videojuegos

Como dentro del maltrecho panorama de la crítica videojueguil los números parecen contar tanto (siempre bien grandes y a menudo con fondo de color, no vaya a ser), algunos se apresuran a señalarlos como uno de los grandes males del sector. Es una actitud comprensible, pero la premisa de la que parte (puntuar es un problema en sí mismo) me parece discutible, y la conclusión a la que llega (eliminar las notas lo soluciona) equivocada. Eurogamer ya no pone nota y en la página seguimos leyendo las mismas banalidades de siempre; Tom Chick puntúa de una a cinco estrellas y cada una de sus reseñas es incisiva y relevante. Poner nota no supone un problema, que estas estén tan infladas y apenas exista discrepancia sí, pero ello no es más que un reflejo de tres grandes pecados: la glorificación del apartado técnico, la falta de rigor analítico y la excesiva condescendencia. Estos son los principales males de los que adolece la crítica de videojuegos y lo que conforma el verdadero problema. Suprimid las puntuaciones y seguirán ahí.

Un argumento esgrimido para defender la supresión de las notas es que, de hacerlo, el usuario se vería tentado a leer. Esto es irrelevante y nada tiene que ver con el ejercicio crítico: el rechazo a la lectura no es asunto del que escribe, sino del que lee. Además, la suposición de la que parte me parece utópica: quien no quiera leer no leerá, con o sin la dichosa cifra. Otro argumento sostiene que las notas se han convertido en una herramienta publicitaria y que las grandes compañías tienen cierto poder sobre ellas, algo que devalúa y desprestigia la crítica. Este es más convincente, pero nos devuelve al punto del párrafo anterior: eliminar las notas no corrige el problema de fondo, el verdaderamente grave. Todavía existe miedo a decir alto y claro "esto no me ha gustado", todavía se asume que el diseño es de calidad si introduce mecánicas sin palabras, y todavía parecen contar más la tasa de imágenes por segundo y el despliegue gráfico que la forma de expresión. Dejar o quitar las notas es secundario, reformular el contenido (la mirada) fundamental.

lunes, 19 de septiembre de 2016

La noche insomne de Neil Young

El último de su trilogía de la desdicha (o de la desesperanza, o como quiera llamársele) es el disco más pesimista de cuantos ha compuesto Neil Young. Nada había en el agridulce y melancólico Harvest (1972) (tal vez The Needle and the Damage Done) que hiciera presagiar el agujero hacia el que se precipitaría a continuación, primero cometiendo suicidio comercial con Time Fades Away (1973), disco denso en que se despoja de la dulzura y los hits para grabar en directo lamentos personales relacionados con la fama, y después fingiendo optimismo al final del túnel con el muy deprimente On the Beach (1974) ("Good times are comin'/I hear it everywhere I go/Good times are comin'/But they sure are comin' slow."). Pero si ya era acusado el declive anímico tras estos dos trabajos, el cierre de la trilogía vendría a cristalizar los fantasmas de un Neil por aquel entonces sumido en la más absoluta miseria emocional.


Tonight's the Night (1975) es un álbum contenido de fantasmas del pasado, 45 minutos de sentimiento de culpa y sufrimiento por la pérdida. Ni siquiera se permite el color en su portada, en la que Young aparece rodeado de oscuridad y esconde sus ojos tras gafas de sol. Neil, que ya se encontraba sumergido en una vorágine de alcohol y drogas, debe afrontar la repentina muerte de dos de sus mejores amigos (Bruce Berry y Danny Whitten, recientemente fallecidos por sobredosis), tragedia de la que, para colmo, se siente directamente responsable. Tonight's the Night es la canalización de semejante cóctel autodestructivo a formato long play.

Conceptualmente, el disco es un recorrido a través de la memoria y el arrepentimiento en una de esas noches en las que el dolor no deja dormir. Comienzo y final son dos versiones de la pieza que da nombre al disco, sugiriendo así que todo lo contenido entre ellas es una pequeña parte de esa interminable noche (noches, en realidad) de angustia, y que una vez acabada la música queda todo el dolor nunca expresado en canciones. Canciones que aquí representan pensamientos y recuerdos, de modo que cortes tristes y alegres duelen por igual, los primeros por su naturaleza deprimente y los segundos por hacernos cobrar conciencia de lo irreparable de lo perdido (Come on Baby Let's Go Downtown, por ejemplo, es un tema upbeat en que Young comparte voz con el ya difunto Whitten). La música brilla por la delicadeza de su instrumentación y la desnudez emocional de Neil, que está desgarradoramente vulnerable hasta el punto de confesar un plagio que no lo es tanto ("I'm singin' this borrowed tune/I took from the Rolling Stones/Alone in this empty room/Too wasted to write my own."), de desafinar forzando la voz ("Ain't got nothing on those/Feelings that I had."), o hasta de perderla en una súplica desesperada ("Please take my advice/Please take my advice/Open up your tired eyes/Open up your tired eyes."). Nunca había estado el músico en tan mal estado y nunca había sido tan transparente al respecto, algo que dice mucho viniendo de un artista tan íntimo y romántico.


Reducido a unos cuantos adjetivos que me ayuden a resumirlo, Tonight's the Night es honesto, amargo, frágil y extremo sin ser nunca lúgubre, gráfico, excesivo ni desagradable. Es el trabajo musical que mejor encapsula el sentir de su década, unos 70 resacosos de optimismo hippy, y el techo artístico de Neil Young, el mayor romántico de la historia del rock.

Veinte años después le tocaría lidiar con que Cobain le citase en su nota de suicidio, por si se le había pasado el trauma.

domingo, 11 de septiembre de 2016

Veinte temazos videojueguiles

Serie de recopilatorios de música videojueguil.
Veinte canciones por vídeo, sin repetir sagas.

Volumen 1

Volumen 2

Volumen 3

Volumen 4

Volumen 5

lunes, 15 de agosto de 2016

La guerra pacífica


Amo el deporte. No soy lo que se diría un apasionado, ferviente seguidor de ninguna disciplina en concreto; me pierdo encuentros con frecuencia y rara vez repaso estadísticas. Soy, más bien, alguien que lo consume y practica asiduamente, sin excesos, pero que lo entiende como un cachito indispensable de su vida. Soy, para que me entendáis, un tío que a la hora de practicar tenis distingue entre dos tipos de persona: el que juega (que está) y el jugador (que es). Y yo me considero jugador, lo que significa que practicar tenis es, para mí, parte de lo que me define como persona, incluso si dejo de jugar. A tal punto llega mi chaladura.

Quiero aclarar, también, que para mí no es deporte si no es competición. El surf, el footing o el levantamiento de pesas son, pues, actividades físicas y no deportes en sí mismos. Tampoco es deporte, técnicamente, si no se rige bajo un reglamento oficial, y filosóficamente si no existe voluntad competitiva. ¿Qué es deporte, entonces? En esencia, deporte es simulacro de guerra, una paradoja posible: la lucha por imponerte sobre otros desde el mutuo acuerdo. Es una contradicción humana: nuestra naturaleza conflictiva (bélica, si se quiere) aceptada y reconvertida en juego. El juego de la guerra, en paz.


Pensad en los Juegos Olímpicos, el mayor evento deportivo del mundo. En los juegos se compite en nombre de un país, y si revisamos el medallero histórico nos topamos con que los primeros puestos los copan potencias económicas. De esto se deduce que las medallas han sido entendidas históricamente como símbolo de grandeza patria, y que las regiones pudientes han destinado recursos a la preparación de atletas para exhibir su superioridad (es bien conocida la durísima y cruel fabricación de atletas en según qué naciones, algo que poco tiene que ver con fomentar el llamado espíritu deportivo). No es de extrañar que Corea del Sur, país donde el servicio militar es obligatorio, otorgue permiso de excedencia a quienes participan en certámenes olímpicos. De hecho, las pruebas griegas originales no eran otra cosa que demostraciones de poderío bélico: lanzamiento de disco y jabalina, modalidades varias de lucha, carreras a pie y de carros, etc., evidencia última del origen guerrero de las Olimpiadas. 


Y, sin embargo, es este mismo evento el único en el mundo capaz de reunir a tantos países bajo una misma bandera y una misma serie de valores. Toda disciplina deportiva es una competencia y toda competencia conlleva la superioridad de unos sobre otros, toda nacionalidad es una frontera y toda frontera separa a unos de otros, pero al final, "en la cancha", los competidores se dan la mano y se abrazan. Los Juegos Olímpicos (y, por extensión, el deporte) son, en última instancia, ese gesto a máxima escala, y su impureza no invalida tal sentimiento. A pesar de su naturaleza guerrera, o quizá precisamente por ella, el deporte intensifica valores humanos que en el día a día son considerados anticuados: el sacrificio, la superación personal, el respeto (por el rival, el diferente)... Valores que tal vez estén pasados de moda o sean vistos como cursiladas, pero que no envejecen, pues son intrínsecamente humanos. 

El deporte es, por tanto, un ámbito de la vida que nos recuerda esos valores y los mantiene presentes al margen de los tiempos. Es jugar a la guerra amistosamente. La guerra pacífica.

sábado, 16 de julio de 2016

VIDEOBALL - Un hito arcade que pasará desapercibido

Impresionante, extraordinario todo en VIDEOBALL. Cada apartado, cada matiz y cada detalle. Una de las mejores bandas sonoras que he escuchado nunca en un videojuego, para empezar, y una interfaz sencilla y vistosa y dinámica y elegante y moderna al tiempo, que además nos da la posibilidad de escoger entre distintas combinaciones de colores. Ni los efectos sonoros están elegidos al tuntún: qué textura, qué gusto oír la carga del disparo o esos múltiples impactos del triángulo nivel 2. Joder, ¡hasta los comentaristas! ¡Qué sentido del humor! "Everybody wins. East scored more points.", "That sure was VIDEOBALL!", "You're on fire!", o hasta unos simples "Oh, no", "Heck yeah!" y "You're welcome", que, aunque escritos no lo parezcan, se vuelven comentarios simpatiquísimos in-game por el tono de voz empleado.

El diseño gráfico más dinámico y las melodías con más garra y, sobre todo, el sistema de juego más inteligente.

Notad las estelas que deja cada jugador y cada esfera al moverse, de modo que un simple pantallazo revela no solo el instante de la foto, sino la inmediata jugada que lo precede. Notad también esas décimas de segundo en que se congela la pantalla y la cámara hace un leve zoom tras cada gol y cada impacto de proyectil nivel 3. Notad la inercia de cada avatar triangular y la repercusión que ello tiene en nuestro desplazamiento por la pista (cuando somos golpeados, cuando rebotamos contra la pared, o simplemente en la maniobrabilidad general). Notad lo rápido que cambian las tornas de la posesión con los contraataques bien realizados a los disparos nivel 3 (un contraataque triple o cuádruple y el dominio ha cambiado de bando varias veces en un instante). Notad, incluso, cómo no hay un solo segundo perdido de partido (sin tiempos muertos ni descanso en la cancha), cómo el permanente fuego amigo nos obliga a tener un ojo no solo en adversarios sino también en compañeros, cómo todos los disparos son exactamente igual de útiles si uno sabe cuándo emplearlos (a menor nivel menor tiempo de carga y mayor velocidad), cómo los proyectiles viajan más deprisa en función de nuestro movimiento al lanzarlos; cómo un gol no se anota hasta que la esfera rebasa por completo la línea de portería (propiciando adrenalínicas defensas in extremis), cómo cada gol tiene su nombre (touchdown, slam dunk, home run, grand slam) en homenaje a los deportes de los que el título tanto bebe, cómo tras cada encuentro pueden revisarse detalladísimas estadísticas colectivas e individuales del mismo (otra constante en el deporte de competición). Etcétera (etcétera, etcétera).

A algunos, VIDEOBALL les parece poca cosa, apenas o poco más que un juego flash del montón, pero a mí la excelencia de sus facultades me resulta tan evidente, se me antoja tan acusada, que bien podríamos usar el título como prueba del nueve para saber quién llega a apreciar las cualidades deportivas (de sistemas sencillos y redondos, de mecánicas profundas y pulidas) de los videojuegos. Entiendo a quien con afinidades narrativas o simulacionistas no encuentre especial valor en VIDEOBALL, pero ¿a quien juega en consola? ¿A quien tiene predilección por lo arcade? ¿A quien —supuestamente— aprecia los matices de la acción videojueguil y sus microdecisiones? A ese solo podría recomendarle un buen oculista.

Junto a sus primos de racionalismo geométrico, Desert Golfing y Super Hexagon (con el segundo comparte incluso locutor), VIDEOBALL forma ya parte, para quien esto escribe, de una de las cumbres arcade en lo que va de siglo. Tal vez, y no lo aseguro pero tal vez, la mejor experiencia multijugador local desde Super Smash Bros.

martes, 14 de junio de 2016

Batiburrillo Eastwood

Dado el 86 cumpleaños de Clint Eastwood, quisiera compartir algunos pensamientos rápidos acerca de su faceta como director, pues salvo caso excepcional (Oliveira viene a la mente) seguramente le queden pocas películas por delante.


El Eastwood director, como Ford, es inequívocamente norteamericano y conservador pero se presenta ambiguo con frecuencia: admira el ejército pero detesta la guerra, respeta la iglesia pero la critica, quiere a la familia pero antepone amor y lealtad a la sangre, y a menudo se confiesa con prejuicios que él mismo pone en tela de juicio. Igual que Ford, también, cree en la justicia por encima de la ley y usa a tipos duros (normalmente interpretados por él mismo) como modelo de individualismo, porque si tuviésemos que definir a Clint con un adjetivo ese sería el de individualista.

Curiosamente, esta ambigüedad no es exclusiva de sus ideas sino que la acarrea también su estilo, algo notorio sobre todo en sus westerns, que encuentro particularmente interesantes y en cierta forma únicos en la historia del cine. Además de haber sido realizados en un período en que el género se encontraba difunto, los westerns de Clint son los únicos que conozco en que el director interpreta siempre al protagonista (John Wayne dirigió y protagonizó El Álamo, por ejemplo, pero se quedó la cosa en una película), y en ellos destaca una extraña mezcla de clasicismo y spaghetti; Eastwood es un actor californiano que interpretó papeles en westerns americanos e italianos y que, como consecuencia, ha bebido de ambos enfoques a la hora de realizar sus películas. Las tempranas Infierno de cobardes y El fuera de la ley son cintas sobre la venganza, siendo la primera una obra de auténtico misántropo y la más desagradable de su filmografía, y la segunda un acercamiento al valor de la lealtad. El jinete pálido, un remake de Raíces profundas (1953), y Sin perdón, una revisión sombría de la figura del pistolero, vienen a continuación y mejoran lo visto en las dos anteriores, aún abordando la venganza pero difuminándola entre otros temas que se añaden a la ecuación. El común de estos cuatro filmes reside en una mitificación de la figura del jinete solitario (Sin Perdón inclusive, pese a su mayor ambigüedad) y suponen el súmmum del individualismo de su director: el mundo es injusto y la gente cruel, ergo, uno mismo tiene que impartir su justicia (y ahí es donde entra la violencia). Esto es, en esencia, una simplificación más o menos consciente de la cultura y el pensamiento norteamericanos más profundos: de ahí vienen el sueño americano, los cincuenta estados, la tradición de poseer armas de fuego, etc. La influencia del spaghetti western es, en cambio, meramente estética, y se aprecia sobre todo en la estilización de la violencia y el retrato de los personajes.


Esta combinación de lo clásico (western americano) y lo moderno (spaghetti western) también se aprecia, aunque menos notoriamente, en el resto de su filmografía, que tan fácil baila entre policíacos deudores del cine moderno (El principiante, Poder absoluto, Deuda de sangre, etc.) y dramas lo suficientemente clásicos como para abrazar el melodrama (Un mundo perfecto, Million Dollar BabyGran Torino, etc.).

Eastwood es, por supuesto, mucho más que solo esto, y también más que su conocida pasión por la música y su no menos famosa afición a soltar frases en clave de sentencia, y ha demostrado vez sí y vez también tener las agallas y la capacidad de arriesgarse con géneros poco afines a su estilo (ciencia ficción, romance) y atreverse con diversas estructuras narrativas (Bird, Más allá de la vida, El francotirador, etc.). Entre las películas que he visto, considero Los puentes de Madison y Million Dollar Baby como sus dos obras mayores, seguidas de un puñado de seis o siete más, entre las que se encuentran las injustamente olvidadas El aventurero de medianoche, Cazador blanco, corazón negro, y Space Cowboys, la más infravalorada y divertida de cuantas he podido ver en su filmografía. Dentro de sus fracasos, que son también numerosos, recomiendo evitar a toda costa Invictus, quizá su trabajo más indigno.


Con Clint en la posible recta final de su carrera, el cine norteamericano está a punto de quedarse huérfano de su último representante clásico y gravemente herido por la pérdida de uno de los últimos grandes directores consistentes que le quedan. Hace décadas que el mejor cine del mundo se hace, casi siempre, fuera de las fronteras del país que dio vida a Hollywood. Clint es uno de los motivos de ese "casi".