domingo, 13 de marzo de 2022

Promesa - Como lágrimas en la lluvia

Veo Promesa como un álbum musical en formato (mal llamado) walking simulator. Algo más de media hora de duración, dividido en escenas de pocos minutos cada una que además podemos rejugar por separado (y que en mi cabeza equivalen a canciones). Tan abiertamente personal y específico y opaco como tantos discos de rock, con esos diálogos entre escenas que bien podrían ser interludios entre canciones. Un álbum conceptual, eso sí. Técnicamente "sobre lo que ocurre cuando imaginamos cosas que no hemos vivido", según el propio autor, y también sobre la imposibilidad de vivir en tercera persona, de ponernos en la piel de otro al cien por cien, según yo. Ese imposible que es acceder a la memoria ajena a través de nuestra imaginación, con plena consciencia (y aquí el quid de la cuestión) de tal imposibilidad. Promesa no es la fantasía de acercarnos a la vida de una persona, ni de experimentar sus vivencias, sino la constatación de que tal cosa es una fantasía. No accedemos a momentos y lugares de la vida de alguien, sino al intento de un tercero, imaginación mediante, de hacerlo. Esa es la función de los diálogos previos a cada escena: de las palabras de otro, nuestra mezcla de imaginación y recuerdos para crear la visión posterior. Concretamente, de las palabras del ¿abuelo? de Julián, sus ensoñaciones como consecuencia. No somos él visitando la memoria de su abuelo mediante la magia de los videojuegos, sino el jugador asistiendo a su anhelo por hacerlo. Y todas esas trazas de ilusión (los cambios de estética, los objetos fantasma, el enrojecimiento...) así lo demuestran, pues evidencian la distancia entre realidad y ficción, que estas aparentes memorias están en realidad contaminadas por la imaginación. Que son una quimera.

Yo también dudé tras la primera partida, también pensé que algo no terminaba de cuajar. También creí que al ser sus símbolos tan personales el juego fracasaba a la hora de comunicarse con el jugador, y que sus elementos fantásticos funcionaban peor que los realistas porque eran contraproducentes de cara a la inmersión en una vida y lugar pretéritos. Lo estaba pensando como un libro, no como un disco. Pero tras volver a jugar comprendí que Promesa era una mezcla de memoria e imaginación, más específicamente una exploración de cómo nuestra imaginación interpreta y dialoga y fantasea con la memoria, en este caso ajena. No importa qué simboliza esa moto roja bajo la lluvia, ni a qué vienen esas casas de colores en la montaña, ni por qué hay un televisor allá en las nubes. Y no importa porque no se trata de entender la vida o el pasado del abuelo, sino de captar el anhelo del nieto, que no es sino el de ver lo que otros ojos, de sentir lo que otro corazón y comprender lo que otra mente. De saber cómo habría o habrá sido. Un anhelo inmenso, ese de querer saber cómo eran tus padres de jóvenes, qué vivieron y cómo veían el mundo, y de llegar incluso a hacer un esfuerzo en vano por imaginarlo. Un videojuego cualquiera nos hubiese colocado en la presunta localización precisa en el supuesto momento del tiempo exacto para que por ahí navegásemos a nuestro aire, con la información necesaria convenientemente esparcida para ser adquirida. Hubiese presentado la fantasía sin la distancia. No hubiese distinguido tanto los aspectos realistas de los fantásticos, ni hubiese controlado y limitado tanto (con gusto exquisito, por cierto) cómo atravesamos sus espacios, ni sería tan opaco en sus significados. Este es un videojuego profundamente triste, un quiero y no puedo nivel íntimo. Saber, al cien por cien, que todo lo vivido por el abuelo de Julián se ha perdido y que él no puede remediarlo, tan solo imaginar desde la incerteza. Aunque, por otra parte, quizá este memento mori que es Promesa le haya valido a su autor para, en cierta forma, homenajear esa vida, y en el proceso expiar ese anhelo del que ahora nosotros, como jugadores, somos un poco partícipes.