domingo, 25 de febrero de 2018

Iconoclasts - Super Nintendo Frankenstein

Iconoclasts es la clase de obra que no tendría sentido sin un montón de años de historia y evolución a sus espaldas, un derivado de derivados de derivados, híbrido de distintas aproximaciones cuya existencia es resultado de querer reimaginar el pasado. Basta con preguntarle por qué para deshacer su lógica: ¿por qué llaves y puertas? ¿Por qué plataformeo? ¿Por qué puzzles? No hay respuesta a ninguna de estas preguntas. O, mejor dicho, la respuesta a todas ellas es la misma: por convención. Porque viene de tal o cual juego. Es la consecuencia de retocar lo retocado, un continuo proceso de reciclaje en que la conexión con la idea inicial se pierde y el significado original se olvida.

El videojuego de Joakim Sandberg es una reimaginación de lo que suponía jugar en la Super Nintendo, de la masa de recuerdos que dejaban —o han dejado— varios títulos japoneses de la época. Llevado a la práctica, esto se traduce en una mezcla del plataformeo con disparos de sus juegos de acción y los intrincados dramas apocalípticos de algunos de sus RPGs, todo envuelto en colorines y pixel art. El título, a menudo encasillado como metroidvania, se acerca más a una amalgama de Mega Man y Zelda (moderno) sobre una plantilla de Metroid Fusion, con ciertos toques del Konami noventero (o del Gunstar Heroes de Treasure, tal vez) y algún que otro ingrediente tomado de otra parte (el tramo final, por ejemplo, recuerda al de Chrono Trigger). Pero no es un metroidvania, y un matiz nos advierte pronto de ello: las puertas importantes no las abren los ítems ni los movimientos, sino la historia. El progreso lo determina la narración, que es el núcleo alrededor del que se construye todo en Iconoclasts, videojuego cuyo objetivo primero es contar una historia a través de una estructura de videojuego tradicional. Y, para asegurarse de hacer funcionar su relato en el esqueleto jugable elegido, Sandberg basa todo el diseño en un fundamento: el ritmo.

Nada más comenzar la aventura, un elemento que llama enseguida la atención es la presencia de autoapuntado cuando disparamos nuestra pistola. Este detalle, poco habitual en juegos del estilo, es el primer indicativo de la preocupación de Joakim por dotar de un ritmo fluido a la aventura. Sandberg es consciente de que, si pretende mantener el pulso narrativo, no puede darse el lujo de entorpecer mucho nuestro avance ni hacernos perder tiempo. Con esto en mente, el sueco toma decisiones que pueden antojarse discutibles durante las primeras horas de juego, cuando uno todavía no termina de entender los derroteros de la propuesta: los enemigos mueren deprisa y son fáciles de evitar (para aligerar el backtracking, ya de por sí escaso), acontecen numerosas escenas cada poco tiempo (para presentar rápido a los personajes y establecer el conflicto cuanto antes), las mejoras opcionales no otorgan gran beneficio (para que no nos detengamos mucho en conseguirlas, salvo completitis grave), y los personajes tienden a aparecer de la nada y justo a tiempo (para mantener la historia avanzando, estemos donde estemos). El juego, además, se libra de casi todo relleno, nunca se demora demasiado en presentar algún nuevo giro en la trama, y no para de sumar conceptos jugables a medida que progresamos. Hasta los jefes, muy numerosos y creativos, están cuidadosamente diseñados para no frenar en seco nuestro periplo; rara será la ocasión en que muramos más de una o dos veces contra ellos. De esta manera, y con los puzzles a modo de pausa entre tanta acción, Iconoclasts conforma un relato complejo y emocionante en menos de la mitad de tiempo que casi cualquier videojuego del estilo.

El título nos pone en la piel de la joven Alondra, mecánica por vocación en mitad de un entramado político-religioso que escala a niveles apocalípticos a medida que avanza la historia. Con cualquier uso de la tecnología prohibido, nos movemos de un lado a otro como fugitivos mientras vamos conociendo a los distintos personajes, que son el punto fuerte del relato, pues funcionan como amplificadores del setting, reflejando las consecuencias de la sociedad sobre las personas y otorgando humanidad y dramatismo al constructo. En el universo distópico de Iconoclasts, los personajes poseen una forma u otra de ver la vida en función de dónde les ha tocado nacer y lo que les ha tocado vivir, factor que, junto a la personalidad propia de cada uno, determina la relación que establecen con el mundo y sus acciones. Esclavos de sus circunstancias, unos individuos entran en conflicto con otros por cuestiones ideológicas sobre las que nunca han tenido verdadero control, en un mundo donde la verdad es un concepto lejano y moldeable y difícil y más relativo que nunca. Esto hace que la línea entre el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, se difumine, de modo que las barbaridades vienen de todas partes y uno, como jugador, no puede sino sentir que no hay solución a los problemas o que ésta, sea cual sea, no puede ser fácil. Suena familiar, ¿a que sí?

En esta tesitura, resulta irónico que la solución venga de parte de una acción simple y libre de ideologías: ayudar a los demás. Alondra, protagonista silenciosa definida tan solo por su afán de asistir desinteresadamente al prójimo, es mecánica por ese mismo motivo. No es cuestión de tecnología, sino de una voluntad por solucionar los problemas de la gente. A través de ella y con su fiel llave inglesa, símbolo inequívoco de reparación, arreglamos los problemas del mundo. Esta característica, que define a la protagonista y determina nuestros pasos, alcanza su punto álgido cerca del final, cuando el juego, que hasta ahora nos había presentado como alma caritativa siempre capaz de resolver hasta el asunto más peliagudo, nos niega la posibilidad de ayudar en un momento crítico. Esta situación, por el momento en que es introducida y la manera en que es resuelta, constituye uno de los instantes más devastadores en cualquier videojuego de plataformas jamás hecho.

Por su necesidad de presentar numerosos personajes, establecer sus motivaciones e hilar los sucesos a través de encuentros entre ellos, Iconoclasts tarda un poco en desvelar sus cualidades. Esta faceta, sumada a su falsa apariencia metroidiana, puede desalentar al jugador durante las primeras horas, que quizá espere algo que nunca llega y no vea en la narración más que interrupciones con largos diálogos. Sin embargo, una vez las numerosas piezas del juego empiezan a dibujar el primer boceto coherente en nuestra cabeza, Iconoclasts despega sin hacer nada y sin que nos demos cuenta, y solo va a más.

Gracias a sus bondades y pese a la limitación de su planteamiento híper reciclado, con un mundo desaprovechado en el apartado jugable, Iconoclasts le hace cuestionarse a uno acerca de las posibilidades narrativas nunca exploradas en videojuegos clásicos. Una vez terminada la partida, no pude evitar hacer conexiones con Mother 3 e imaginar todo lo que aún puede hacerse con géneros tradicionales sin necesidad de grandes giros de tuerca. Como en aquellos videojuegos de Super Nintendo, los créditos de Iconoclasts ruedan agridulces, acompañados de una melodía cálida y la sensación de estar dejando algo bonito atrás. Igual que ellos, también, el título está más cerca del refrito que de la innovación, pero deja una puerta abierta y la impresión de haber subido el listón de nuestra nostalgia.


martes, 20 de febrero de 2018

Celeste - La montaña irritante

Mediante la premisa de una montaña con el poder de materializar los demonios interiores de quienes se adentran en ella, Celeste literaliza el manido recurso de escalar una montaña como metáfora de superación personal. Con esto y una protagonista deprimida en misión de demostrarse su valía a sí misma, el título propone un plataformas como batalla interior contra la negatividad, aunque la importancia dada a tal planteamiento es relativa, situándose el enfoque en la obtención de logros y coleccionables.

En lo relativo al diseño, el videojuego es lo que podríamos considerar un hijo de Super Meat Boy, con numerosas pantallas en las que morimos decenas de veces intentando la misma combinación de maniobras saltimbanquis. Su mayor virtud reside en la exquisita artesanía de tales pantallas, haciendo gala de un diseño de nivel que hará las delicias de speedrunners, completistas, veteranos del género y analistas de YouTube por igual. Sin embargo, esta virtud no es suficiente para librar al título de los defectos asociados a su principio de diseño.

En Celeste, cuando nos topamos con un reto, el modus operandi pasa por identificar la forma en que debemos encararlo (qué movimientos usar, en qué instante y dirección) para a continuación proceder a repetirlo hasta que nos sale bien. Cada pantalla es un pequeño puzzle que se resuelve en apenas unos segundos (o intentos) con el consiguiente ensayo y error a la hora de ejecutar la solución, planteamiento que lo emparenta con muchos videojuegos de puzzles, que emplean el mismo procedimiento pero al revés (el reto es resolver, no ejecutar). La forma difiere, pero la filosofía es la misma. 

El defecto de este principio de diseño se halla en su naturaleza híper limitada, que elimina todo rastro de creatividad y expresión por parte del jugador, característica que se convierte en problema desde el momento en que la propuesta nos sitúa con un cuerpo en un mundo a recorrer. VVVVVV, videojuego de la misma estirpe, combatía esta limitación dándonos un mundo que explorar abiertamente y a través de una mecánica infrautilizada en el género, por ejemplo, pero en Celeste no hay más opción que avanzar en línea recta con la única alternativa de intentar o no retos extra. Además, sus pantallas requieren de un mayor número de movimientos, exigen más precisión y otorgan menos libertad que las del título de Cavanagh. Llegados a determinado nivel del juego, el único punto seguro de cada pantalla es el principio, y una vez dado el primer salto solo queda acertar la secuencia completa o morir. Una y otra vez, el jugador repetirá la misma combinación de movimientos buscando dar con las exactas centésimas de segundo en los exactos píxeles, pantalla tras pantalla. Sin otras aproximaciones posibles, sin nada que pensar.

Cuando el incremento de dificultad se sustenta en reducir nuestro margen de maniobrabilidad, especialmente en un título que ya carece de él en gran medida, el resultado es tedio. Porque por mucho que nos piquen la siguiente pantalla y nuestro afán de superación personal, el acto de navegar en sí mismo no guarda placer alguno, con o sin el contexto de la narración. Narración que, por cierto, tampoco favorece a aquello que el juego busca comunicar.

Desde bien temprano en la aventura, Madeline (la protagonista) tiene que lidiar con la materialización de su parte negativa en forma de espectro, a la que debe evitar para no morir. La existencia de ese yo oscuro como parte divisible de nuestra personalidad implica que sus características no son nosotros, que se tratan de algo sobre lo que no tenemos control, una forma de buscar lástima y perdón sin aceptar nuestra parte de responsabilidad. Hacia dos tercios del juego, más o menos, un giro de los acontecimientos sugiere que la solución a los problemas de ese "otro yo" pasa por aceptarlo abiertamente como parte de nosotros mismos y aprender a convivir con él. Ese momento, en teoría más alineado con la verdad, constituye en realidad un acto hipócrita. El hecho de separar nuestra faceta "mala" o negativa de nuestro yo "normal" contradice la idea de aceptarse a uno mismo, sin importar que el guion pretenda lo contrario a partir de cierto punto. Aceptarse a uno mismo significa entender que se es uno solo, con defectos y virtudes más o menos grandes, no apartar lo que a uno no le interesa y considerarlo "otro yo" a solucionar, aunque sea para luego decir que hemos de aprender a convivir en armonía con él. 

Celeste, en su intento por ser benévolo con un mensaje de autoaceptación, termina siendo, sin querer, inmaduro y victimista. Poner remedio a nuestros defectos (o enfermedades mentales, si se quiere) es difícil, a menudo imposible, pero hay que intentarlo, hay que hacer algo y plantearse que, a veces, si molestamos y hacemos daño es responsabilidad nuestra, no de un extracto de nuestra personalidad sobre el que no siempre tenemos control. No somos el centro del mundo, nuestros problemas no son tan grandes ni tan importantes, y para madurar, para cambiar, el primer paso es pensar un poco más en los demás. Pero el ensimismamiento de Celeste aboga por lo contrario.