A todo mi gremio, mis compañeros. A aquellos con quienes
compartí tanto, con quienes he perdido contacto, aunque nunca lean esto.
En esencia, Ragnarok Online es una experiencia social. Una
que merecía la pena, para mí, por sus grandes batallas entre clanes con piques
monumentales de por medio. Por su espectro competitivo, en definitiva. Aguantar
defendiendo un castillo otra semana más o, al revés, lograr tumbar uno de
defensa numantina tras más de un mes de intentos se traducía en risas y vítores
y culminaba esa misma noche en el foro de turno, donde un bando se jactaba,
otro ponía excusas y el resto encajaba como podía. El núcleo de mis memorias
más vívidas es ese, con alguna que otra no relacionada a lo competitivo pero
siempre, siempre, en buena compañía. Eso es Ragnarok Online: conocer y compartir,
intimar y descubrir, para que el paso del tiempo tiña de agridulce hasta los
momentos más anodinos. Yo llevo conmigo muchos de esos momentos, instantes que recordaré siempre, y eso es algo que no puedo condensar en palabras. Hoy rememoro
aquello y lo añoro, sufro de nostalgia, y me pregunto qué habrá sido de Elros,
de Yaridovich, de Keeks. Me gustaría verles, charlar un rato, en fin.
Una de las grandes búsquedas de los videojuegos, tal vez la
mayor de todas, es la de crear mundos. Entornos que se sientan vivos, a los que
pertenecer y en los que desarrollar un rol. Parte de la promesa de los mundos
abiertos es esa, la de habitar un lugar e introducirnos en su ambiente,
y tres cuartos de lo mismo con la realidad virtual, cuya premisa es sumergirnos
en otros espacios. La idea que prevalece siempre es la de acceder a otro universo
y sentirte parte de él.
En 2002, una serie de animación de título .hack//SIGN
(tócate los huevos) proponía un RPG masivo online de realidad virtual en que la
línea entre lo real y lo digital llegaba a difuminarse. Aquello (el setting, no
el argumento) era la fantasía del futuro último de los videojuegos: otra vida
en otro mundo. Y ese mundo, como no podía ser de otro modo, existía en la red,
porque los videojuegos con mayor capacidad para conformar mundos son aquellos
que nos conectan con otras personas. El ser humano es un ser social, después de
todo, y ningún mundo digital es más mundo que aquel en que convivimos con
otros; comerciando, luchando con y contra, descubriendo, charlando, conociendo.
Cuando, muy lejos de cualquier punto concurrido o de encuentro y en plena
soledad, coincidimos con otra persona (que está ahí mismo, en ese mismo instante),
interiorizamos sin darnos cuenta que estamos habitando un lugar. Porque la
presencia del otro constata la nuestra. Se trata de estar exactamente ahí,
en ese preciso intervalo de tiempo, de modo que el encuentro se convierte en una prueba de nuestra existencia.
Pero esta virtud queda opacada por el progresar tedioso e hípermonótono. El defecto de esta clase de videojuegos es que sacrifican funcionalidad en pos de la experiencia social; son superiores como mundos pero inferiores como juegos. Por ello, los mejores videojuegos a la hora de conformar mundos (o los mejores mundos de los videojuegos) serán aquellos capaces de encontrar un equilibrio entre la profundidad de sus espacios virtuales y la calidad de sus sistemas de juego: Breath of the Wild y su Hyrule ultrafísico, The Witcher 3 y la humanidad de sus historias, Fallout y su yermo pluriopcional... Un videojuego individual o que dependa casi por completo de su inteligencia artificial jamás podrá acercarse a la complejidad psicológica de relacionarnos con otros seres humanos, pero cuando un videojuego tiene como cualidad mayor sustituir nuestra realidad física por una virtual, sin posibilidad directa de enriquecer la primera, lo más probable es que los buenos momentos no compensen las horas desperdiciadas, que sin duda serán muchas, y tiempo no nos sobra.
Pero esta virtud queda opacada por el progresar tedioso e hípermonótono. El defecto de esta clase de videojuegos es que sacrifican funcionalidad en pos de la experiencia social; son superiores como mundos pero inferiores como juegos. Por ello, los mejores videojuegos a la hora de conformar mundos (o los mejores mundos de los videojuegos) serán aquellos capaces de encontrar un equilibrio entre la profundidad de sus espacios virtuales y la calidad de sus sistemas de juego: Breath of the Wild y su Hyrule ultrafísico, The Witcher 3 y la humanidad de sus historias, Fallout y su yermo pluriopcional... Un videojuego individual o que dependa casi por completo de su inteligencia artificial jamás podrá acercarse a la complejidad psicológica de relacionarnos con otros seres humanos, pero cuando un videojuego tiene como cualidad mayor sustituir nuestra realidad física por una virtual, sin posibilidad directa de enriquecer la primera, lo más probable es que los buenos momentos no compensen las horas desperdiciadas, que sin duda serán muchas, y tiempo no nos sobra.
De tanto en cuando, no muy a menudo pero alguna vez, caigo en la tentación y cometo el error de revisar según qué vídeo, de volver a escuchar según qué canción, y me hago daño innecesariamente. Es un escozor dulce, o un regocijo amargo. Imagino que cualquiera reconoce este sentimiento y lo asocia a una serie de vivencias particulares, pero no es menos cierto que resulta imposible compartir la sensación precisa de lo vivido con terceros, porque esas vivencias nos pertenecen tan solo a nosotros mismos, a quiénes éramos en aquel momento del tiempo y la forma concreta en que las recordamos después. Si digo que algunos de los mejores momentos de mi vida pertenecen a este videojuego, hayan ocurrido dentro o fuera de él, ¿cuántos arquearían la ceja? ¿Cuántos lo verían absurdo o lastimoso? El juicio corresponde a otros, pero hay una única certeza: que lo que digo es cierto.