lunes, 15 de agosto de 2016

La guerra pacífica


Amo el deporte. No soy lo que se diría un apasionado, ferviente seguidor de ninguna disciplina en concreto; me pierdo encuentros con frecuencia y rara vez repaso estadísticas. Soy, más bien, alguien que lo consume y practica asiduamente, sin excesos, pero que lo entiende como un cachito indispensable de su vida. Soy, para que me entendáis, un tío que a la hora de practicar tenis distingue entre dos tipos de persona: el que juega (que está) y el jugador (que es). Y yo me considero jugador, lo que significa que practicar tenis es, para mí, parte de lo que me define como persona, incluso si dejo de jugar. A tal punto llega mi chaladura.

Quiero aclarar, también, que para mí no es deporte si no es competición. El surf, el footing o el levantamiento de pesas son, pues, actividades físicas y no deportes en sí mismos. Tampoco es deporte, técnicamente, si no se rige bajo un reglamento oficial, y filosóficamente si no existe voluntad competitiva. ¿Qué es deporte, entonces? En esencia, deporte es simulacro de guerra, una paradoja posible: la lucha por imponerte sobre otros desde el mutuo acuerdo. Es una contradicción humana: nuestra naturaleza conflictiva (bélica, si se quiere) aceptada y reconvertida en juego. El juego de la guerra, en paz.


Pensad en los Juegos Olímpicos, el mayor evento deportivo del mundo. En los juegos se compite en nombre de un país, y si revisamos el medallero histórico nos topamos con que los primeros puestos los copan potencias económicas. De esto se deduce que las medallas han sido entendidas históricamente como símbolo de grandeza patria, y que las regiones pudientes han destinado recursos a la preparación de atletas para exhibir su superioridad (es bien conocida la durísima y cruel fabricación de atletas en según qué naciones, algo que poco tiene que ver con fomentar el llamado espíritu deportivo). No es de extrañar que Corea del Sur, país donde el servicio militar es obligatorio, otorgue permiso de excedencia a quienes participan en certámenes olímpicos. De hecho, las pruebas griegas originales no eran otra cosa que demostraciones de poderío bélico: lanzamiento de disco y jabalina, modalidades varias de lucha, carreras a pie y de carros, etc., evidencia última del origen guerrero de las Olimpiadas. 


Y, sin embargo, es este mismo evento el único en el mundo capaz de reunir a tantos países bajo una misma bandera y una misma serie de valores. Toda disciplina deportiva es una competencia y toda competencia conlleva la superioridad de unos sobre otros, toda nacionalidad es una frontera y toda frontera separa a unos de otros, pero al final, "en la cancha", los competidores se dan la mano y se abrazan. Los Juegos Olímpicos (y, por extensión, el deporte) son, en última instancia, ese gesto a máxima escala, y su impureza no invalida tal sentimiento. A pesar de su naturaleza guerrera, o quizá precisamente por ella, el deporte intensifica valores humanos que en el día a día son considerados anticuados: el sacrificio, la superación personal, el respeto (por el rival, el diferente)... Valores que tal vez estén pasados de moda o sean vistos como cursiladas, pero que no envejecen, pues son intrínsecamente humanos. 

El deporte es, por tanto, un ámbito de la vida que nos recuerda esos valores y los mantiene presentes al margen de los tiempos. Es jugar a la guerra amistosamente. La guerra pacífica.